Nos han hecho creer que el cuerpo femenino es una cárcel, un castigo. Estoy sintiendo el dolor natural, el dolor primigenio de una parturienta en repetidas contracciones que se expanden como estos muros de metal. No saben que la anticipada vibración que siento está a punto de liberarme. Sé que al final hay gozo en medio de las caderas abiertas que nos han cerrado para evitar el nacimiento. Me han encerrado en esta cárcel. Estoy encarcelada porque quise intentar un parto natural en mi paciente, y me han vertido su dolor en el cuerpo, un dolor común que se experimentaba hace casi un siglo. Hoy en día las mujeres ya no podemos parir por la vagina.
Las cesáreas se dispersaron en todo el mundo como una plaga, modificando la manera de dar a luz. Las mujeres perdieron el control de sus cuerpos y cedieron ante los falos punzocortantes: los bisturís. Las caderas, las piernas y las vulvas pasaron a ser aniquiladas en la anestesia. La mujer se convirtió en un vehículo para alumbrar, dejando de ser la creadora. La diosa fue silenciada en el hormigueo de la epidural. El parto se convirtió en una vivencia peligrosa, evitada por obstetras y madres que temían por la vida de los fetos. Nuestros nacimientos fueron marcados por el corte de la cesárea, y aún los seres humanos recuerdan el resplandor del filo plateado; la violencia es parte de nuestra naturaleza, vamos en busca de dar ese último tajo destructivo. No fuimos bañados por las hormonas del amor. Somos seres cada vez más fríos, más violentos e indiferentes.
He visto nacer a tantos niños y niñas por esa abertura que huele a gases, a azufre, a vísceras revueltas. El primer llanto que emerge es el rechinar de los instrumentos que se abren y cierran mientras se corta el músculo de la matriz. Es el instrumental médico el que alumbra en su resplandor metálico; es el foco del quirófano el que alumbra. ¿Y la madre? La madre es un objeto inerte sobre la mesa quirúrgica. Para continuar con el vínculo entre la madre y el recién nacido se les muestra un holograma idéntico al de sus hijos e hijas. Cuando van a la sala de recuperación, siguen contemplando al ser inanimado, a la imagen de ojos cerrados, bruma inexistente; sé que buscan el primer sollozo y el primer contacto que les han robado. Inútilmente palpan sus cuerpos pequeños de luz fluorescente. La leche ya no brota de sus senos porque se han creado alimentos que dicen superar los nutrientes de la leche materna. Además, intuyo que a nuestros cuerpos les falta algo: saber que han parido. La última fase del embarazo ha sido borrada de la memoria de nuestros cuerpos. No hay un final, y la naturaleza resiente el impacto.
Darwin: nuestra anatomía cambió y los vientres son forzados a abrirse como latas desechables que desprenden rebabas filosas que se incrustan en la cicatriz. Ahora las caderas son estrechas e inflexibles porque ya no necesitan expandirse, ahora son nuestros instrumentos quienes cumplen la función, sustituyendo la fisiología del cuerpo femenino. Hemos olvidado cómo parir. Los vientres ya no experimentan las contracciones; ya no tiembla la madre tierra a la par de los úteros; ya no tiembla la diosa en su manifestación creadora. Tiemblan las máquinas, estos dedos índice y medio.
Recorro los quirófanos como si recorriera un museo, veo El origen del mundo de Courbert modificado. ¿No es esta una manera de evitar el acto sexual del parto? Quiero abrir las piernas y parir, mostrarles que podemos hacerlo, que ahí está el umbral para dar vida; no es el paraíso masculino de Adán donde se nace a partir de la abertura de su costilla. ¿Cuándo olvidamos el paraíso de Eva abriendo la manzana, expeliendo el mosto bermejo, fruto de su vientre? ¿Cuándo dejamos que esta serpiente punzocortante tomara el control y nos dejara el testamento de su lengua desconocida sobre el vientre cosido, supurando la pus añeja y putrefacta de un dios médico, intentando evitar el parto, para convertirse en el protagonista de la creación? Fue cuando no hicieron nada para disminuir el número elevado de cesáreas injustificadas, cuando afirmaron que los cuerpos de las mujeres estaban defectuosos, deformes para parir y les inventaron desproporciones pélvicas e historias relacionadas con el cordón umbilical como el lazo letal capaz de asfixiar a los bebés al momento de nacer. No dejaron gritar a todas esas mujeres embrazadas al momento de parir y poco a poco fueron cerrando las piernas. Al final rompieron la conexión y las madres no se sintieron madres a causa de la depresión posparto, enfermedad que sigue siendo un tabú.
Cierro la puerta del quirófano para que nadie entre. En medio de estas paredes blancas pongo en marcha el museo del nacimiento. Voy seleccionando las obras en esta realidad aumentada: aparece Frida Kahlo pariéndose a sí misma; selecciono ver la animación de la pintura y la cabeza de la artista emerge salpicando una trementina roja. Durante el recorrido virtual encuentro a la diosa Tlazolteotl, la mujer de piedra en cuclillas; prefiero no ver la animación. Imagino sus caderas abriéndose como una grieta entre la tierra. Intuyo el sonido de un montículo de arena desgranándose para dar vida. El grito de su boca es como el de la hojarasca agitada por la contracción repetida de una ventisca que simula la fuente rota del vientre invisible.
Al reflexionar e imaginar cómo sería un parto, no puedo dejar de pensar en todo aquello que nos han robado. Han decidido por nosotras, nos han tumbado en la camilla del quirófano, mirando siempre hacia la luz amarilla y cegadora. El encandilamiento del parto es un foco amenazador nublándonos la visión de la verdad, de la experiencia que perdimos por el capricho de este sistema que logró tener el control sobre nuestros cuerpos. Sólo recuerdo el holograma de mi hijo en posición fetal, sin intuir su nacimiento, flotando antes de ser extraído de mi vientre. Y yo cediendo ante las manos de mis colegas, como una diosa hindú con más de ocho brazos, cercenado mi cuerpo: cuatro brazos humanos y otros cuatro metálicos. Sólo hasta ese momento entendí que no es a nosotros los obstetras a quien nos corresponde alumbrar, salvo excepciones justificadas. Fui testigo, fui participe del gran robo del parto. Abrí los vientres, cosí infinidad de heridas y al final me persiguió la misma cicatriz casi imperceptible como una plaga, como un animal ponzoñoso que cada día expele su veneno, paralizándome la matriz, la carne que apenas siento.
Me cuesta asimilar que el niño que yace en la cuna es mi hijo. ¿Cuándo lo parí? ¿Cuándo tuve un hijo si no fui partícipe de su nacimiento? Esta llaga me sigue recordando que la cesárea es antinatural, que sí, hay que intervenir para salvar vidas, pero, ¿cuándo sabremos que somos capaces de pujar, de hacer pasar por el canal del parto a nuestros hijos mientras el nacimiento les estruja la cabeza? Quizá no somos capaces porque nuestra anatomía ha sido modificada, pero, ¿y si hay una huella ancestral en nuestro cerebro que se activa al momento en que el feto esté listo para nacer? Emilio sigue en su cuna con los ojos cerrados, como si aún estuviera en mi vientre, a veces creo que él no sabe que ha nacido. Cuando despierta me mira desconcertado y cierra los ojos, porque aún no era tiempo, y hemos aceptado un nacimiento ajustado a la agenda médica, a las exigencias de los médicos. Emilio, ¿cuándo me vas a nacer? ¿En dónde busco la sensación, la experiencia que nos estruje a ambos para saber que somos madre e hijo?
Me obsesiono con el parto, busco las fotos familiares, las fotos de mis antepasadas. Hay un archivo donde se resguardan las imágenes de mujeres embarazadas, como un árbol genealógico, un árbol cuyas raíces están sumergidas entre el líquido amniótico de sus fetos que parecen semillas. Ahí veo mi propia gestación. Sé que tengo que encontrar a una mujer embarazada que desee quebrantar las raíces de la cesárea. Me pregunto, entre esas fotografías, cuál de ellas habrá tenido un parto.
En la universidad, cuando estudiábamos la historia del parto, recuerdo que mencionaron a una comunidad indígena que aún paría de manera natural. También había otra comunidad en la que los maridos hacían cortes a sus mujeres y ellas siempre morían; hasta que un día la rata (ser mitológico) les mostró a las mujeres cómo podía parir sin necesidad de que le atravesaran el vientre con un filoso cuchillo. ¿En dónde podré buscar a una de esas mujeres o a un ser mitológico como la rata? Aventurarme a viajar hacia lugares lejanos quizá sea difícil. Al igual que un arma punzocortante, tendría que atravesar el continente y romper los territorios para encontrar a alguna mujer o la información que necesito, con el riesgo de regresar únicamente con el ardor de aquella cicatriz recorrida sin ningún logro; o quizá podría inventarme una cuenta anónima en las redes sociales y lanzar un anuncio: “Se busca embarazada para intentar un parto por la vagina”. Sé que aún hay activistas que luchan por regresar a la fisiología del alumbramiento natural, pero también hay personas que jamás intentarán que el útero adquiera la fuerza de antaño, expandiéndose para tomar el control, porque terminaría expulsando a todos los robots obstetras, médicos y bisturís de rayo láser; incluso yo iría incluida en ese grupo.
Me aventuro a la clandestinidad, como el filo de un cuchillo, voy murmurando mi idea entre mis colegas de confianza, haciendo delicados cortes, creándoles la duda. La obstetra Martha me revela el dato de una clínica en la que hay pocos cuidados hacia las embrazadas, comenta que han cometido la negligencia de no inyectarles la medicina para inhibir las contracciones. Me intereso por ese lugar, está en otra ciudad, lejos. No importa, soy como una herramienta médica haciendo incisiones para llegar a mi objetivo. ¿Estaré buscando concluir el parto truncado, esa última fase de mi embarazo? Emilio es como ese cordón ficticio que me cruza el vientre, entrecruzado como un laberinto difícil de llegar a él. Quizá busco mi primer encuentro con Emilio, obstaculizado por la piel sellada en una cicatriz.
Cruzo el largo pasillo del hospital. Es de noche y no hay nadie laborando. Como en todos los hospitales de ginecobstetricia, la entrada es a las 7 de la mañana y la intervención de las cesáreas a las 9 de la mañana. Ahí me espera una obstetra, se llama Angelina, me pide que llegue con bata blanca y el cabello recogido. Entro como si fuera parte del personal. Ha justificado mi entrada diciendo que estoy realizando una investigación. Entro a su cubículo. No hablamos porque el lugar está intervenido. Soy una extraña en el lugar. El ambiente está tenso. Me muestra proyecciones del cuerpo de sus pacientes en tiempo real. Se detiene en una paciente. Tiene casi cuarenta semanas. Veo al feto al interior del útero, haciendo movimientos. No se le ha dado aún la medicina para inhibir las contracciones por falta de suministros en el hospital. Sonrío, es una posible candidata. He llegado hasta ese útero, estoy ansiosa por palparlo, casi es una realidad. Quisiera extender mi mano hasta la imagen que se proyecta en el vacío, en el aire de este hospital y sentir su nacimiento. Continúo observando la imagen en movimiento y un corte rompe con mi utopía del parto: el feto está acomodado en posición transversal. Le pido que me muestre otro vientre, murmurando en voz baja. El ambiente se tensa y sale rápidamente del lugar. La sigo. Salimos del hospital. “No puedo ofrecer otra paciente por el momento. Te llamo después”, me lanza la frase que acaba por cortar de tajo mi idea. Sangro la idea, se me escurre por el rostro decepcionado: “no sabré qué es parir”, me digo a mí misma, resignándome.
La idea del parto vuelve a resurgir como una punzada en el vientre. Me punza mi propia herida. La toco y no hay rastro, no hay nada que me diga que tuve una cesárea, sólo esta punzada invisible que percibo. No puedo intervenir en mis pacientes. Veo cada uno de los vientres en tiempo real, proyectados en el aire esterilizado de este hospital. Los fetos de treinta y ocho semanas ya no tienen movimiento, están en estado de reposo, esperando a ser extraídos del vientre de sus madres. ¿Y si inyecto la oxitocina, la hormona del amor? ¿Y si inhibo el medicamento para evitar las contracciones del cuerpo de alguna de ellas? Me invaden las preguntas como fetos que se alimentan del cordón umbilical de la curiosidad. Encuentro dos vientres casi a término. A uno de ellos le faltan veintiún días para cumplir las 39 semanas. Tengo agendada su cesárea dentro de una semana.
La mando a llamar. Entra a mi consultorio. “Marcela, acabo de ver algo extraño en tu útero”. Perdóname, Marcela. Sólo quería saber lo que es un parto. “Tendré que suministrarte un medicamento”. Quería presenciar las contracciones, el útero capaz de dar vida en la expulsión. “Recuéstate en la camilla, relájate, te guiaré para que todo salga bien”. ¡No soy una delincuente por tratar de regresar a la fisiología natural de nuestros cuerpos! ¡Aquí tienen su maldito bisturí! No lo volveré a usar. “Los movimientos que sientes son normales, es lo que se debe sentir en un parto”. Si ustedes no hubieran intervenido, ella no hubiera sufrido una cesárea de emergencia. Yo la iba a guiar como una partera. “Ponte de pie, camina”. No soy una delincuente. No me van a encarcelar. “Ponte en cuclillas y cuando sientas ganas de pujar, puja, Marcela”. No, no me metan ahí. Ustedes son los delincuentes que nos prohibieron parir, que nos prohíben parir. “Puedes parir, no tengas miedo. ¡Puja! Veo la cabeza… ¿Qué hacen aquí? Estoy con mi paciente, no pueden entrar a mi espacio. Déjenla terminar lo que ya comenzó. No, no soy una negligente, ustedes son los culpables. Nos enseñaron a traer al mundo por medio del bisturí. Ahora son los úteros los que toman el control. Es ella la que puede parir. Deténganse, no necesita una cirugía, la he acomodado en cuclillas para que sus caderas se abran, porque con el tiempo se han estrechado más nuestros huesos. Las he expandido un poco más con medicina. Diles que puedes parir, Marcela; que quieres terminar esto”. ¿Mi castigo será sentir el dolor que le causé a mi paciente? Sí, yo voy a sentir sus contracciones, los movimientos naturales del cuerpo para alumbrar. Yo voy a terminar lo que empecé. Mi cuerpo no es un castigo, no es una cárcel. Ustedes nos han encerrado en la cárcel del quirófano, el castigo es la intervención quirúrgica, la cicatriz invisible de barrotes que punzan en la herida. Una, dos, tres contracciones, respiro… la fuerza de la diosa se ha transportado a mi cuerpo… cuando salga de aquí, Emilio, habré parido.

Jessica Anaid Hernández Jiménez. Poeta y narradora. Ganadora del premio nacional de poesía joven Francisco Cervantes Vidal 2022. Ganadora del VI concurso nacional de poesía Germán List Arzubide. Premio Nacional de cuento Gabriel Borunda 2022. Premio de crónica literaria Elena Baeza 2022. Autora de dos libros de poesía: Los orgasmos de la tierra y Han apagado ya las luces, y la plaquette de cuento «La perra que desenterró la luna». Ha sido becaria del pecda David Alfaro Siqueiros, pecda coahuila, interfaz y forcan noreste.