“Está creciendo un árbol en mi pecho” decía la abuela cuando la enfermedad empezó. “Ha de ser un aguacate porque toma mucha agua”, le explicaba a Aurora. “Por eso las ramas de mi cabello ya no crecen.” “Por eso tu abuela no llora” decía severamente la mamá de Aurora, que era muy mesurada cuando se trataba del uso del agua. Pero, cuando dejaba la habitación, la anciana tomaba el rostro de su nieta entre sus manos de lija y le susurraba: “Cada quién sabe con cuánta agua florece, niña.”
Pero la enfermedad se alojó por muchos años en el cuerpo de la abuela, y Aurora creció. Iba con su abuela a todas las consultas y a todas las sesiones de tratamiento y hablaba con médicos y enfermeras con sorprendente fluidez sobre los procesos químicos y físicos en el cuerpo de la anciana. Sabía para qué servía cada máquina y cada aguja y cada sustancia, y si se recetaba un nuevo procedimiento, la niña tomaba notas y las comparaba diligentemente con las de los procedimientos anteriores. A pesar de que su presencia en el hospital irritaba a gran parte del personal, persistía el rumor de que la niña podía crecer para convertirse en doctora, también, quizás con mayor intensidad, la culpa al verla de la mano con su abuela moribunda. Después de todo, pronto las visitas de la niña se detendrían y el hospital alojaría dos ausencias más.
Pero Aurora no sentía una admiración desmedida por el personal médico. Viendo cómo su abuela se iba marchitando, para ella no había mucha diferencia entre los doctores y doctoras, enfermeros y técnicas que estaban haciendo todo lo posible por ayudar a todas las personas de la tercera edad del hospital y la gente a la que le tenían que rogar por medicinas. Así, de entre todo lo de Aurora que extrañaba a su familia, como su afición por el tango que nadie compartía, su atracción por electrodomésticos antiguos y el gusto de ir con una peluca a la escuela, se sumó la afición de coleccionar revistas científicas que su abuela le compraba para distraerla en las salas de espera mientras ella iba del consultorio a la oficina y de la oficina a la farmacia. Ya que la misma anciana hojeaba las revistas mientras fumaba mariguana medicinal, ella y su nieta nunca se quedaban sin tema de conversación.
Unos días antes de la muerte de la abuela, los papás de Aurora intentaron convencerla de que todos los seres vivos compartían el mismo destino: sus cuerpos le pertenecían a la tierra y la tierra a las plantas. “¿Pero y lo demás?” Preguntó refiriéndose a la voz de su abuela, a sus movimientos y a su disgusto por la televisión. “Nadie sabe”, le respondieron. Aurora se desparramó en la silla. Esa pregunta llevaba días formándose en su interior. La expresó con mayor esperanza de la que había sentido nunca. No obstante, lejos de apagar su curiosidad, el enigma irresoluble la hizo levantarse y erguirse nuevamente. Su papá pensó que la premura con la que se precipitó a su cuarto era para que no la vieran llorar. Su mamá asumió que simplemente iba a extrañar que la llevaran con las otras viejitas a las prácticas de teatro comunitario, porque no era posible que nadie en el mundo fuera a extrañar a la enferma más que ella, su propia hija. Pero, en su cuarto, Aurora estaba desarmando ya varios juguetes, una computadora que se había quemado y todos los aparatos olvidados que había coleccionado.
Cuando fueron a visitar por última vez a la abuela, Aurora llevaba una enorme mochila. Mientras la anciana dormía, Aurora conectó cables por aquí y por allá: cables en los aparatos médicos, cables en sus propios dedos y cables en los dedos de la viejita. Al terminar, dedicó un largo rato a esconder lo mejor posible todos los indicios de su experimento.
Su mamá fue la última en estar con la abuela. Cuando salió de la habitación, Aurora la vio llorar por primera vez en toda su vida. Pero fue sólo una llovizna: enseguida se reunió con los parientes que habían llegado de todos los rincones del país y comenzaron a planear el siguiente paso para el cuerpo de la abuela. Entre sus propias lágrimas, Aurora alcanzó a ver que la lucecita de su mochila estaba parpadeando: era la señal.
Cruzó la sala del hospital con determinación. Nadie se fijó en ella. Cerró la puerta de la habitación y se puso a gatas. No tuvo la fortaleza para mirar por última vez el cuerpo delgado y pálido que yacía en la cama. Respiró profundo y desempacó los cables necesarios. Con las manos temblorosas, presionó el interruptor que le había quitado a su lámpara de noche. Cerró los ojos.
No pudo evitar pensar en todas las veces que su mamá le había dicho que no jugara con cables. Aunque, según sus cálculos, la corriente eléctrica de los aparatos que seguían conectados al cuerpo de su abuela no era lo suficientemente fuerte para lastimarla. Una última sinapsis era lo que necesitaba. Empezaba a pensar en lo que pasaría si alguien entraba en ese momento a la habitación. Y entonces la recorrió, como si hubiera comido una cucharada de helado con demasiada prisa, una corriente helada que viajó del cerebro de su abuela al suyo.
Aurora vio al grupo de teatro de personas de la tercera edad, quizás unos años más jóvenes, cuando su abuela actuaba y no necesitaba descansar en las butacas. Vio las macetas con lavanda, tomillo, manzanilla, bugambilias y ruda que su abuela había hecho florecer con ópera y agua concentrada de luna. Vio a su mamá cuando era una bebé y vio su propio rostro cuando era una bebé. Sintió mucho dolor, un dolor que años después volvería a sentir en su madre y mucho después en sí misma. Cuando abrió los ojos, se encontró con plantas enormes, un valle interminable, un cielo con colores que iban del verde al morado, sonidos que nunca antes había escuchado… y un dinosaurio.
Al principio, Aurora creyó que se trataba de una piedra y después no supo qué había creído que era. El enorme cuello parecía envolver las patas que cubrían la cabeza en un confuso rompecabezas que respiraba pesadamente. Aurora había visto suficientes películas para saber que se trataba de un cachorro, o un bebé dinosaurio (la palabra “cría” le parecía poco tierna). Cuando observó que bajo el cuerpo jurásico había pedacitos de cascarón y paja, empezó a preocuparle que la mamá del espécimen estuviera cerca.
El miedo la iba invadiendo: ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Dónde estaba su abuela? ¿Dónde estaban los ángeles que una de las enfermeras le había dicho que vivían en el después o la oscuridad prometida que tanto consolaba a una de las ancianas del hospital? ¿Habría inventado una máquina del tiempo en lugar de una máquina del después? Sonidos selváticos y extraños gemidos la exaltaban ininterrumpidamente mientras la tierra vibraba bajo sus pies, casi haciéndola levitar.
Aurora retrocedió, lo más lentamente que pudo, hacia los arbustos que estaban a sus espaldas. Físicamente, el ambiente no podía dañarla, mas lo que sea que fuera ella misma después de su cuerpo podía correr peligro. Ni siquiera sabía en qué estado estaría su cuerpo, pero le aliviaba recordar que lo había dejado en el hospital. No tenía idea de lo que pasaría si el dinosaurio que roncaba al lado suyo… ay, no… ¡ya empezaba a despertar!
Pero Aurora no se movió. Le maravillaba la criatura que se incorporaba a su lado. Su piel era impenetrable y tosca, grisácea y brillante como una perla. A pesar de que el dinosaurio era apenas un poco más alto que ella, su cara estaba cubierta de arrugas. El diplodocus (Aurora no sabía su nombre ya, los dinosaurios nunca habían sido tan interesantes para ella como los dragones) abrió los ojos y se agachó para comer pasto. Pero, en cuanto vio a Aurora, que había empezado a temblar sin darse cuenta, la sorpresa las paralizó a ambas.
La voz de papá llegó como un eco distante a su mente: “Algunas personas creen en la reencarnación…” Y también la voz de su mamá: “Es sólo un consuelo cuando pierdes a alguien. No te permite sanar. Hay que aceptar las cosas como son…” Sin embargo, la máquina había funcionado, porque ella estaba ahí y su abuela también. ¿Sería posible reencarnar en un cuerpo tan distinto en un tiempo tan distante? Quizás se había equivocado al asumir que el tiempo del después era lineal.
La abuela movió su cabeza jurásica hacia ambos lados. A lo lejos, algunos dinosaurios más grandes mascaban hierba. ¿Serían su nueva familia? Aurora no había anticipado nada de esto. Pero, al ver los ojos de la criatura, la embargaba el amor y la felicidad de haberla encontrado. Se acercó cautelosamente y la dinosauria se agachó hacia ella. La niña la tocó, aunque no alcanzó a percibir la textura de su cuerpo: pese a que ocupara un espacio en el paisaje, ella misma era apenas un pensamiento en este mundo. Abrazó con fuerza la pata de su abuela. La sintió agitarse un poco. Le dijo que no se preocupara, porque pronto iban a estar juntas otra vez. Empezó a hacer multiplicaciones largas en su cerebro para producir sinapsis más rápidas y activar el mecanismo de regreso del después.
Aurora encontró su cuerpo recostado y cubierto de suéteres y sacos. No sabía cuál sería la medición del tiempo del después respecto al tiempo del presente, pero, ya que llevaba la misma ropa con la que había hecho el experimento, supuso que habrían pasado algunas horas, cuando mucho. Imaginó a su papá llevándola en brazos y su mamá disculpándose por el tiradero de cables. Habían puesto su mochila bajo su brazo. A su lado, la dinosauria emitía leves gemidos y movía su enorme cuello con desesperación.
Aurora tomó un momento para felicitarse: la máquina había superado sus expectativas. Transportar materia desde el después hacia el presente era más de lo que había creído posible. Abrazó como pudo el cuello de su abuela y se adelantó para abrir la puerta y salir con ella al frío de la noche. Calculaba que tendrían que ocultarse en los bosques por algún tiempo. Cerca de su casa había una zona arbolada en la que podrían camuflarse cuando tuvieran que ir a robar comida. Su papá la aceptaría de inmediato, con dinosaurio o sin él. Tendría que convencer a su mamá, pero cuando lograra ver a la abuela a través de su nueva piel reptiliana, no sólo la aceptaría: estaría muy contenta con Aurora también.
Los movimientos torpes de la dinosauria la distrajeron de sus pensamientos. La criatura respiraba con dificultad junto a ella y con trabajos podía erguir el cuello. Aurora pensó que las plantas del estacionamiento podían hacerle bien, así que la guió, contenta de que la vibración de los automóviles disimulara los pasos estrepitosos de su abuela. La idea de que, en unos años, tendría que hacer lo mismo por su madre, le pesaba el doble que la mochila que le doblaba la espalda.
No obstante, ningún peso fue superior al descubrimiento de que ni las plantas ni el agua de la manguera del estacionamiento hacían sentir mejor a su abuela. En cuestión de minutos, sus patas colapsaron, haciendo que todo el piso se cimbrara. La dinosauria emitió un gemido y movió levemente la cabeza. Aurora se sentó junto a ella, protegiéndola con su cuerpo del frío nocturno. Conforme la respiración de la anciana era más pausada, las esperanzas de la niña se disolvían.
Empezó a llorar, culpándose a sí misma: el aire era apenas respirable para ella, las plantas eran demasiado pequeñas, el agua de la llave siempre hace daño. Estaba empezando a decir algo sobre crear una burbuja para dinosaurios cuando se topó con la mirada del que tenía a un lado. Ahí estaban los ojos tristes y cansados de su abuela. No le estaba reprochando nada: estaba feliz de estar a su lado. Aurora le preguntó si al menos podría ir a visitarla de vez en cuando. Pero no podía esperar a que su abuela respondiera. Limpiándose la nariz con la manga del suéter y abrazando el cuello de su abuela con la otra mano, sacó de su mochila el cargador portátil del celular de su papá y conectó los cables. Una vez realizada la sinapsis jurásica, la niña y su abuela regresaron al que sería el nuevo hogar de la mujer que había reencarnado en forma de dinosaurio.
En cuanto los colores cambiaron, la dinosauria empezó a estirarse y respirar profundamente. Aurora le palmeó la cabeza, descubriendo por última vez los rasgos de su abuela, desde su cabeza ligeramente aplastada hasta las pecas que le salieron en las mejillas unos años atrás. Mientras estiraba completamente su cuello sin dejar de mirar a la que había sido su nieta, el último asomo de reconocimiento se esfumó de su expresión. Salió corriendo hacia el valle en el que su nueva familia pastaba con parsimonia y, al llegar, un dinosaurio más grande inclinó su cuello para verla. Después, todos juntos avanzaron hacia el sol del atardecer.
Algunas multiplicaciones después, Aurora regresó al estacionamiento del hospital. Sus papás estaban por entrar a la capilla. Se realizaron los servicios correspondientes y otras abuelas, mamás y papás lloraron por la señora Milagros. La hija de Milagros, la mamá de Aurora, Lluvia, tomó de la mano a la niña y la acompañó a llevar un ramo de lavandas y bugambilias al regazo de la difunta. Entregaron todas, excepto una, que Lluvia desprendió del ramito para ponérsela a su hija detrás de la oreja. “Tu abuela las plantó y ahora son nuestra responsabilidad. Vamos a tener que regarlas.” Y después de un silencioso beso en la mejilla se alejó hacia la oscuridad del estacionamiento.
Después de la ceremonia, Aurora guardó su mochila con la máquina del después en un cajón y pasó varios días revisando sus notas, buscando alguna posibilidad de volver a conectar con su abuela. La sorpresa vino una semana después, en la escuela, cuando, mientras hacía multiplicaciones de tres dígitos, las más largas que conocía, la sorprendieron los sonidos selváticos y los colores verdimorados del prehistórico. A diferencia de la primera vez que usó la máquina y experimentó el dolor de su abuela, esta vez se sintió en paz.
Pasaron varios años antes de que Aurora dejara de tener vistazos de las vidas de su abuela y de los cuerpos en los que habitó después del después. Luego de ver unas enormes bolas de fuego que caían del cielo, vio el fondo del mar y una ballena bebé que se recargaba junto al enorme cuerpo blanco de la marítima Milagros. Vio una ciudad voladora impulsada por ondas y un montón de naves que sacaban nubes de vapor de sus chimeneas. Vio un bosque y a un grupo de venados brincando junto a su abuela, también vio a un pequeño ratón huyendo de unas afiladas garras nuevas mientras una humana bailaba encima de una silla y la felina Milagros corría entre unos muebles. Muchos años después de que dejara de verla, unas flores moradas crecieron cerca de la casa a la que Lluvia y el papá de Aurora se habían mudado después de que ella se fuera a estudiar una nueva carrera que combinaba física, química, botánica y dramaturgia. Cada vez que los visitaba, Aurora sabía que su abuela, su madre y ella misma se habían vuelto a encontrar.
Andrea González Cruz. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Es redactora para redes sociales y blogs. Es escritora de ciencia ficción, fantasía y terror y sus cuentos han sido publicados en antologías de la UNAM y la BUAP y en publicaciones independientes como Penumbria y Black Ranger (Atlanta). También ha participado como autora y editora en las antologías Nosotras y Siniestras, editadas por Especulativas.