No pedí crecer así. Era feliz siendo una larva, cuando hembras y machos somos iguales: miles de individuos sin diferencia alguna que nadan despreocupados en las aguas someras a la espera de que nuestra madre nos alimente. Aún recuerdo aquellos tiempos, me llenan de melancolía.
La metamorfosis llegó y, con ello, la desgracia. Mi piel húmeda y suave se convirtió en una escamosa epidermis que brilla ridículamente con destellos iridiscentes. Mis aletas infantiles se transformaron en dos ancas que no son tan eficientes, puesto que apenas cuentan con membranas interdigitales para nadar. Aunque, lo admito, me facilitan moverme sobre tierra con relativa facilidad. Las otras dos extremidades que cuelgan de mi tronco me permiten tomar y sujetar cosas. Mi cuerpo es grande y musculoso como debe ser para defender a mi progenie, cuando la tenga. Una enorme cresta nacarada corona mi cabeza. Produce moco humectante que cae a mis hombros. La odio tanto, ojalá pudiera ser invisible.
Esta mañana, como a diario, salí por alimento. Me sumergí entre las olas y buceé a la zona litoral donde abunda una deliciosa variedad de babosas. Escogí las más bellas. Al contemplar sus variadas formas y colores mi imaginación se estimuló y creé en mi mente la imagen de la obra que más tarde erigiría con los pseudoesqueletos de mi cena. Llegué a la superficie con mi concha llena a tope, dispuesta a cenar un festín. Mientras recolectaba las babosas rocé una roca y mi piel se raspó así que, apenas llegué a la playa, humedecí la herida con algo del moco de mi cresta para que sanara más rápido. Distraída en la curación, un horrible macho me interceptó en la playa para invitarme a su ceremonia de iniciación. “Empezó la temporada de celo y los cenotes son zonas adecuadas para liberar nuestros gametos. Me encantaría tener hijas con tu cresta”, mencionó. De inmediato lo mandé a la fosa más profunda.
Estaba por pedir que me dejara en paz cuando otro más llegó con la misma proposición. Y otro. Y otro, y otro más. Pronto ellos comenzaron a pelearse para llamar mi atención en un espectáculo que me pareció bastante cómico. Los machos, bastante más enclenques y pequeños que nosotras, se propinaron golpes y se lanzaron el líquido de sus glándulas de veneno. Un par de ellos comenzó a bailar para impresionarme y atraerme pero, honestamente, ambos lo hacían bastante mal. Luego los demás se fueron sobre ellos, llegaron más machos y la batalla campal se extendió. Al cabo de un rato me aburrí y los abandoné.
Tan pronto como llegué a mi casa en el manglar, fui a lavar y destripar las babosas. Puse a cocer su carne mientras reservé los pseudoesqueletos para lo que había imaginado como mi siguiente obra. Las pequeñísimas espículas tetraédricas que conformaban su piel eran el material perfecto para elaborar mis esculturas; me coloqué mi lente y empecé a pegarlas, moldear cómo se unían. Luego las recubrí con el moco producido por mi cresta, lo que les dio un hermoso aspecto hialino. Las dejé secar un par de horas. Aproveché para revisar mi herida, había sanado casi por completo.
La escultura final me representaba, con mi robusto cuerpo musculoso, mis fuertes ancas y mi enorme cresta. Observé mi imagen, había visto mi reflejo muchas veces en el agua, me conocía a profundidad. Siempre destacaba mi horrible cresta, me asignaba un valor que no reconocía. Desde mi metamorfosis a joven procreadora, la dichosa cresta se convirtió en mí. El resto de mi ser, mis pensamientos, palabras, ideas y acciones se volvieron invisibles. No importaba qué hiciera, a mi alrededor era “la pufuthea de la gran y excitante cresta”. Ahora, la escultura entre mis manos la portaba, como si fuese motivo de orgullo.
La ira se apoderó de mí; sostuve la estatuilla por las extremidades inferiores y la azoté contra el piso repetidas veces. La portentosa cresta se quebró por completo, informes conjuntos de espículas se bañaron con mis lágrimas y caían violentamente, regándose por todo el suelo. Deseé poder quebrar mi propia cresta; desgarrarla, arrancarla, mutilarla, despedazarla en sus miles de espículas; nunca más llevarla conmigo usurpando mi personalidad. Seguí llorando, humedeciendo mis escamas faciales que resbalaban con mis emociones sin impregnarse de ellas en lo absoluto.
Al amanecer, me encaminé a la laguna rosada, mis reservas de sal se habían agotado. Cuando llegué ahí, me decepcioné al ver que había algunos enclenques pufutheos jugueteando individualmente en las aguas. Ingenuamente pensé que podría nadar sola en aquella región. Fingí que la presencia de aquellos especímenes no me perturbaba y me sumergí intentando mantener la calma. El fondo de la laguna regodeaba de vida, así que entre mis buceos capturé varios nudolarios y pentalarios que reptaban felices sobre la arena del fondo. También usé la sierra que llevaba para cortar un trozo de sal en las estructuras rocosas. Había tanta paz en la profundidad que mantuve mi frecuencia cardiaca baja para dosificar mi gasto de oxígeno y mantenerme allí más tiempo. Tantos colores, formas y destellos, tanta hermosura me transmitía una calma inmutable. Nuevamente deseé regresar a mi etapa larvaria para quedarme a vivir allí, entre babosas, estelas, cristales y diamantes, entre toda la magnificencia que se escondía de la superficie. Quería vivir ahí donde mi cresta no le importaba a nadie.
Emergí y, al no observar a ninguno de los pufutheos en la zona, sentí una reconfortante paz. Guardé mis adquisiciones en la concha y me permití sentarme en la orilla, cerré mis ojos para escuchar el viento acariciando la laguna y mis oídos. Era una ligera brisa cálida que envolvía mis sentidos mientras mis extremidades inferiores escarbaban la arena.
Un sonido irrumpió mi calma. A mi izquierda , uno de los enclenques hacía ruidos extraños, se tocaba y exponía su opérculo ante mí. Olvidé que la época de celo había comenzado. Repentinamente, me vi bañada por millones de sus perlitas minúsculas que se adhirieron a mi cuerpo negándose a resbalar sobre mis escamas.
Me paralicé.
Un silencio ensordecedor atravesó mis mandíbulas.
Mis sentidos se bloquearon.
Mi realidad se redujo a aquellas perlitas pegadas a mis iridiscentes escamas.
En ese momento no existió nada más.
El individuo articulaba palabras que me parecían incomprensibles pero sus gestos obscenamente me invitaban a desovar en ese momento. Entonces escuché claramente cuando pronunció “cresta”. Aquella maldita estructura me traía de nuevo una atención que no deseaba. Otra vez estaba aquí, ante el reclamo reproductivo de un macho excitado por mi culpa. Una vez más, lo que yo era, pensara o hiciera no importaba: lo único visible era mi cresta. Yo solo era una cresta.
¡ESA MALDITA CRESTA!
Solo existió la ira, mi cólera. Me levanté en un instante y lo sujeté del cuello. Sus múltiples intentos por liberarse, como sus súplicas, fueron en vano y me enardecían más. Los pufutheos sabían los riesgos del apareamiento al ser más pequeños y débiles que las hembras. Los demás machos que se habían acercado huyeron velozmente.
En ese momento, quise que aquel ínfimo vertebrado dejara de respirar, que su existencia no volviera a mortificarme nunca más. Deseé suprimir el innoble aliento de vida que usurpaba el oxígeno de la laguna. No lo dudé más. Apreté con más fuerza y lo levanté sobre mis hombros. Observé cómo su color azul palideció y dejó de patalear. Ahogué con él todas mis frustraciones, tristezas, lamentos y dolor. Su muerte debía mitigar el clamor incesante de mi interior.
El silencio me atravesó de nuevo y abrió las llagas internas..
Lo liberé, lo dejé caer en el agua. Un sentimiento se clavó en mi mente: incluso si él moría, yo no sería feliz. Comencé a llorar.
Tomé mi concha y corrí a mi casa tan rápido como pude. En el camino, me sumergí en un río cercano. Sus perlas aún estaban adheridas a mis escamas, me daban mucho asco. Tomé mi sierra y, poco a poco, comencé a arrancarme la mancillada piel de las extremidades, luego de mi tronco y, por último, de mi rostro. Aún no era tiempo del recambio pero no importaba, no podía permitirme sentir asco por mi cuerpo, por mis propias escamas. Mi piel sangraba y dolía demasiado, pero ni toda su intensidad podía distraerme de la imagen del maldito pufutheo lanzando sus perlas. Continué mi camino a casa.
No paré de llorar.
Regresar a mi hogar y sentirme segura me dio el valor de hacer aquello a lo que no me atreví en el río: tomé mi sierra, la dirigí a mi cabeza, por encima de mi cráneo, y comencé a cercenar la cresta.
Poco a poco avancé, corte por corte, fibra por fibra, las inervaciones eran abundantes, el dolor insoportable. No obstante, continué.
Esa maldita cresta me había traído solo dolor. ¿Dónde quedaba yo?
Corté una fibra más.
Me negaba a pensar que todo mi ser se reducía a aquel órgano de atracción sexual.
Corté una vena.
Seguramente si lo extirpaba de mi cuerpo me volvería totalmente invisible, podría ser yo misma. Valer por mí misma.
Volví a cortar, el dolor aumentaba. Las lágrimas rodaban sobre mi rostro.
Sin aquella cosa, seguramente pasaría desapercibida para los horribles pufutheos y esos absurdos intentos por preservar la especie.
Sangraba ya demasiado, el piso se tiñó de azul.
Sin aquel maldito objeto, estaba convencida de que podría mirar mi reflejo y comulgar con la imagen de mí misma, fuerte, robusta, valiosa por muchas más cosas que aquello que parecía opacarme por completo.
El dolor era insoportable.
Pero si me detenía, nunca me amaría a mí misma.
Lloré con más fuerza y no paré.
Mi brazo comenzaba a debilitarse, al igual que todo mi cuerpo. Caí al suelo, mi sangre emanaba de las heridas. Apenas había cortado una parte muy superficial, el resto seguía intacto. Me sentía muy mareada y débil, no estaba segura de cuánto tiempo más permanecería consciente. Quizá había ido demasiado lejos.
Estiré una de mis extremidades superiores. Tenía la vista fija en el techo, pero supe muy bien lo que estaba sujetando, incluso sin planearlo. Era mi figura sin cresta. La acerqué a mi rostro, la observé por unos segundos.
“Mírate, seguramente estás muy contenta. Tu cuerpo es fuerte, bello, eres una artista creadora, eres tan hermosa y valiosa ahora. Ya no eres tu cresta. Eres Krasefere, la artista”.
Me sentí como una idiota. Mi figura era feliz, se amaba a sí misma. En cambio, yo estaba tirada en el suelo, a punto de morir. Aún me ardía la dermis expuesta de todo mi cuerpo y, en mi cabeza, el dolor punzante no me permitía pensar. Seguía llorando, porque jamás lograría verme igual que mi figura. Estaba devastada.
Un relámpago cruzó por mi mente. El corte del día anterior había sanado, antes de que me arrancara la piel, claro está. Reuní un poco de fuerzas y logré levantarme, buscar entre mis cosas algo para interrumpir la circulación hacia la herida. Amarré con una prenda la zona lastimada de mi cresta, la apreté con fuerza para evitar que continuara perdiendo sangre. Luego estimulé la producción de moco, necesitaba demasiado, había metido el anca. Reconocí en el suelo los restos de mi figura, aquellos que rompí al azotarla con desesperación. Los trozos eran grandes, no serían difíciles de reparar. Me recosté en mi algáceo lecho con la cabeza cubierta por el improvisado vendaje, empapada de mucosidad y, con ese mismo fluido, comencé a reconstruir mi figura con lentitud por mi debilidad. Después de ello, quedé inconsciente.
Desperté un día después. El sangrado se había detenido. Al retirar el vendaje descubrí un enorme coágulo de sangre y moco que rellenaba la herida que me infligí. Aún me sentía sin fuerzas, con mucha hambre. La sangre seca en el suelo era una enorme mancha azul. Comí un poco del guisado de babosas y me volví a tirar en mi lecho. A mi lado estaba la pequeña Krasefere con una cresta bastante deforme. No era de extrañarse, la reconstruí mientras me desangraba a morir. Sin embargo, noté que su color y consistencia habían cambiado. No solo usé mi mucosidad para pegar los restos, sino que mi propia sangre se mezcló también. La cresta ya no lucía hialina, ahora era casi del color de la mía. El material parecía más fuerte, como si mi dolor se hubiese fundido también en aquella figura para fortalecer la aborrecible estructura.
Mi cresta, aquella que tanto me repugnaba, me salvó la vida. Reparé en ello por unos minutos, incapaz de explicarlo de otra forma. Mientras quise arrebatármela de mí misma, su moco sanaba mi herida física poco a poco, lento, sin detenerse. Me pregunté si podría usarlo para sanar también mi herida emocional.
Me di cuenta de que aquella cresta no era solo la estructura de atracción sexual que todos veían. Era también el adhesivo para la creación de mi arte, aquello que imaginaba, erigía y construía: la materialización de mis ideas, ensoñaciones, anhelos y frustraciones. La completa representación de mi más íntimo ser era cohesionada por ella. Quizá otros la valoraran por su atractivo, pero ahora sabía que, para mí, significaba la parte más sanadora de mi ser; física y quizá, emocional.
Poco a poco, lentamente, sin detenerme, aprendería a amar a mi cresta. Aprenderé a amarme también.
(México, 1990) Bióloga, con estudios de maestría en Ciencias Biológicas por la UNAM. Escritora, participante y co-cordinadora del taller permanente para escritores “Gran Colisionador de Textos Especulativos” desde 2020. Sus microficciones y relatos pueden encontrarse en diversas antologías como “Materiales ficticios”, de la Editorial Claymore; “Antología Hispanoamericana de Microficción en pequeño formato” y “Mujeres en la minificción mexicana”, ambas de la Editorial Digital EOS. En revistas digitales ha publicado en Teoría Ómicron, Especulativas, Anapoyesis, Penumbria y Espejo Humeante. Ganadora del tercer lugar en el primer Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción IMAGINARIAS 2022 y el tercer lugar en la convocatoria de aniversario de la revista digital Semillas de Sauce 2022.