Alguien ha encontrado su verdadera voz y la prueba en el mediodía de los
muertos. Amigo del color de las cenizas. Nada más intenso que el terror de
perder la identidad. Este recinto lleno de mis poemas atestigua que la niña
abandonada en una casa en ruinas soy yo.
Alejandra Pizarnik, La noche, el poema
Cuento los pliegues que se forman de manera descendente entre mis otros pliegues caídos, hasta el pliegue final e infinitamente triangular. Son tres o cuatro. Si miras bien, así como yo lo hago, bajando la barbilla, más y más, encuentras otro pliegue y otro. Entonces mi cuello se cansa y miro hacia arriba, estiro mi torso. Los pliegues se difuminan, me siento liviana, pero, si miro hacia arriba, no puedo verme. Miro furtivamente y ese pliegue, que estaba por desaparecer, se arrepiente. Yo también me arrepiento, de mirar. Ya no quiero estar sentada y descansar en arrepentimientos. Quisiera mirar hacia el cielo y camuflarme con la delgadez del viento, pero aquí estoy, sentada y arrepentida de este cuerpo, escribiéndote. Y te escribo, si acaso desapareces, para que te encuentres en estas palabras y hagas de ellas lo que tú quieras.
En este momento se me agota el tiempo. Al escribir, puedo ver el papel a través de mis manos. Siento el frío atravesando mi carne, llegando a mis huesos. Los pliegues no desaparecen, siguen ahí misteriosamente traslúcidos. Hay un pulso nauseabundo en mis entrañas, como bote de cartón que palpita cuando escurre la leche despavorida y me da miedo, un miedo sagaz, porque sé que el bote deja de palpitar cuando se queda vacío. Hace trescientos noventa y siete días que esta cápsula me alimenta. Si acaso pesa tanto como un frijol, de textura viscosa y un aroma engañosamente delicioso. Podría asegurar que huele a chocolate con menta, y, si tengo mucha hambre, huele a lo que quiero que sepa. Me estará engañando la imaginación o a esto se le puede llamar tecnología de primera; ambas, tal vez.
“¡Tecnología de primera!”
Era el encabezado del advertisementshoot principal, publicado en todas las plataformas de hiperconectividad. Lo veías en el desplegado de las noticias del día, en los sitios de nuestros trabajos, en las selfpages, en los comerciales de la teleram, en las aulas hipermedia, en todos lados, menos afuera; aunque afuera también era adentro. Me refiero a los clásicos anuncios pegados en los postes y los espectaculares en las avenidas, hace años que dejaron de hacerlo, según las políticas de cuidado del medio ambiente. Ciertamente ya nadie se detenía a mirarlos, el adentro estaba funcionando en tiempo real mientras la cotidianidad del exterior sucedía. Las lentillas, las notebooks, los brazaletes, los auriculares, los visoroom y todos los artefactos de la hiperconectividad permitían hacer tantas cosas a la vez en cualquier espacio con el mínimo esfuerzo físico. Bastaba con guiñar el ojo para abrir cualquier ventana, hacer un gesto para responder mensajes, pinchar con el dedo en el aire. Todo tan liviano, tan práctico. La pesadez seguía existiendo, no la de los cuerpos en sí; había tantas cargas aún. Diariamente reportaban una lista considerable de usuarios que se quedaban fuera de la hiper. En el costado superior izquierdo de toda plataforma, al finalizar el día, en rojo parpadeaba una cifra de al menos cinco números. Eran los outs. No especificaban si eran mujeres, niñas, hombres o niños, la edad ni motivo de la desconexión. Eran el sinónimo de muerte. Hacía tiempo que la muerte sólo era representada en números, pero sabíamos que las causas eran repetidamente las mismas. Sabíamos quiénes eran las cifras.
La avanzada de la hiper no se quedó en meros utensilios, la moda se desplegaba a la par de los cambios corpóreos necesarios para cumplir con un estándar de belleza que representara a un usuario digno de tales invenciones. Incrustaciones de titanio bajo la piel para que los trajes only one se adhirieran sin rechazo alguno para conformar la vestimenta más elegante. Una segunda piel. Un nuevo cuerpo. Tenían de manera articulada múltiples entradas para conectar dispositivos, permitiendo proyectar el cuerpo en cualquier plataforma. Un cuerpo adentro, un cuerpo en cualquier espacio. Lo usaba cualquiera, para todo tipo de actividad, claro, bajo restricciones bien definidas. Los trajes tenían un costo desmesurado y, aunque el mundo se declaraba invencible y expedito, había quienes no podían pagarlo. Usaban los trajes que vendían en las tiendas de segundo uso o en los mercados de malware, pero, en éstos, existía la posibilidad de desconexión. Eran el lugar de los traficantes o de los usuarios sin ley. Recogían a los outs, despedazaban su carne para la extracción de trajes, recolectaban el titanio o las incrustaciones que robaban para venderlas. Había grupos de alquimistas dedicados a la aleación de pedacerías con otros metales que no estaban permitidos para el uso humano. Y decir humano es mucho y a la vez nada.
La empresa que diseñó “La potencia de ser tú mismo” —como aseguraba la publicidad— fue creada para la humanidad. Y humanidad siempre ha sido sinónimo de hombres. Los trajes tenían acabados estéticamente limitados para ser el tipo de cuerpo ideal. Su estilizado corte y de texturas novedosas, te invitaban a querer caber. Por supuesto que eran de los avances tecnológicos más sensacionales de nuestro tiempo y, aun así, el único diferenciador de los trajes hechos para las mujeres era la delgadez de la hechura, los voluptuosos senos y una diminuta pero flexible vagina. No pretendían que conserváramos nuestro sexo durante las proyecciones corporales en las plataformas para identificarnos como usuarias. Tanta innovación y desarrollo para un mundo libre que hasta pensaron en las más extravagantes y convenientes formas para seguir negociando el consumo de nuestro cuerpo. Las hipersex eran toda una empresa, “dinámica y proactiva”, como decían los advertisementshoots que ofertaban las vacantes disponibles para sus rooms de entretenimiento. Adjetivos de disfraz como la evolución. Los mercados de malware estaban plagados de outs con trajes femeninos. Entre las conversaciones de plataforma se decía que eran los desechos de las hipersex o de las desconexiones forzadas. Se hablaba de hackermens que, de manera brutal, irrumpían en los trajes de las usuarias, pequeñas o adultas: les introducían virus, codes out, desmembraban sus cuerpos, algunos los vendían, otros simplemente los tiraban. Era difícil darse cuenta entre tanta hiperconectividad. Todo lo que sucedía afuera, nadie quería verlo; era suficiente con ver la actualización programada de la numeración roja parpadeante adentro, señal de que ese número no eras tú. Todas esas conversaciones se perdían entre la timeline de las plataformas. Si se convertían en hottag era porque las noticias marcaban la tendencia o el evento era tan escandaloso que era imposible que los usuarios cambiaran de ventana. La preferencia de información en los buscadores de la hiper apuntaban a la problemática más auspiciada por los medios.
“La belleza se lleva adentro”
Parecía un slogan de la época donde mi abuela pagaba por los manuales para conocer el amor propio. Había lluvias de advertisementshoots que mostraban las máquinas más eficientes para el modelaje de cuerpos, desde los programas de cavitación hasta la reducción láser para decrecer hasta cuatro capas debajo de los vellos. Cuantiosas soluciones para reducir el cuerpo y caber. Promocionaban cursos de entrenamiento intensivo para acondicionar los órganos y que éstos pudieran absorber el titanio en su mayoría para lucir un increíble y espectacular traje. Cada vez era más frecuente el rechazo social por no tener las medidas correctas para el uso de la alta tecnología. Las viejas y drásticas costumbres de antes como dejar de comer o vomitar eran obsoletas. Los cambios que producía el titanio en el cuerpo de las usuarias eran dispares y, con ello, las consecuencias aún más graves porque el traje no consideraba nuestras diferencias sexuales. Las respuestas inflamatorias a las prótesis generaban aneurismas. En los usuarios no era tan común pues los niveles altos de testosterona protegían los músculos y huesos; en cambio, en las usuarias la predisposición a sufrir un colapso sistémico debido a las alteraciones hormonales que causaban los trajes era inminente, los ensambles no consideraban la ciclicidad de su sangre o la capacidad reproductiva, incluso la inflamación llegaba al grado de provocar septicemia, malformaciones congénitas, necrosis mamaria y una serie interminable de afecciones suscitando la desconexión.
En este mundo hiperconectado todavía existían las desconexiones voluntarias, se combatían enfermedades comunes y crónicas, entre otros padecimientos antes demasiado humanos. Era evidente que, entre las pocas consideraciones, también se dejara de lado el placer. El placer estaba confeccionado en masculino, por lo que la vulva y sus frecuencias clitóricas se vendían por separado con un costo impresionante. Eso hacía que aún más y más usuarias no tuvieran posibilidades de vestirse a la moda, y, por ende, tampoco disfrutar de las posibilidades inmensas que proporcionaba su propio cuerpo. Las inconformidades consigo mismas se hacían un problema latente. Los alquimistas en el malware les vendían biomateriales apócrifos que prometían reducciones instantáneas y recepciones indoloras. Se sometían a procedimientos clandestinos para la incrustación de piezas no certificadas. Las más jóvenes eran vestidas con simuladores de neopreno para el moldeo prematuro, aunque afectara su crecimiento. Se infectaban, los tratamientos les provocaban quemaduras profundas y pérdidas de algunas partes de su cuerpo. Se obsesionaban por comprar todos los biomateriales posibles para lograr las mejores proyecciones, puesto que un traje con defectos mostraba un cuerpo error. Asuntos de poca importancia para los usuarios porque ellos cabían perfectamente. Cuerpos robustecidos, prominentes, podría decirse, un tanto exagerados, bestiales. Y entonces las cifras rojas deslumbraban la noche muda de la hiperconectividad.
Cuando la situación se desbordaba en las hiper, las usuarias y los usuarios marcaban un hottag al tropezar con los outs en el afuera. Exigían al Digital Political System (DPS) que hiciera algo al respecto, que regulara el comercio para evitar el malware e impusiera la verificación de certificados en las plataformas. El DPS reportaba en las noticias todas las medidas que implementaba ante tal problemática, subían fotos cuando barrían los outs de las calles, mostraban a usuarios felices dentro de “hipers limpias y seguras”, formaban grupos de atención a usuarios para la prevención de desconexiones. Decretaron las actualizaciones, pero tal situación no disminuyó. Mientras tanto, si no era por los hackermens, los efectos de los productos malware o las desconexiones forzadas, morir era inevitable por la destructiva necesidad, más incrustada que el titanio, de empequeñecernos.
Tiempo después, fue notable que la mayoría de las desconexiones tenían características muy específicas: eran las usuarias quienes morían tras el dejo de la barbaridad. Las plataformas se impregnaban de un temor asiduo; comenzaron a mostrar, en hottags, las evidencias de la atrocidad acumulada. El timeline se atiborró de historias macabras y rostros que antes fueron cifras. El clima era tenso, los usuarios navegaban a la defensiva y, con esos trajes tan corpulentos, despojaban toda crítica. Entonces el DPS intervino con una nueva medida: implementó una ley de control sanitario para llevar un estricto seguimiento del desarrollo de cada usuario. Además de asignarnos un ID, se nos inyectó un chip de biomateriales que registraba y verificaba las incrustaciones, el número de intervenciones y todos los detalles de nuestros trajes para enviarlos a la base de datos hipernacional. En cuanto a nosotras, las que excedíamos los límites corpóreos, nos enviaron a las selfpages una prescripción médica.
“Aliméntate sanamente”
Decía el título de la receta. Debía presentarla en cualquier hospital público para el canjeo de suplementos: “tomar una cápsula por la mañana como desayuno, una cápsula en la tarde como comida y una cápsula en la noche como cena”. Tuve mis dudas, porque esto significaba que no comería otra cosa, y con lo mucho que me gusta comer. ¿Eso tan diminuto bastaba para no morir?, ¿morir de hambre? Cuando recibí mis dosis, las hiper del hospital tenían un audio de fondo: una voz en off explicaba la gran preocupación de la DPS, y de los usuarios en general, debido al creciente número de desconexiones tras los intentos fallidos de las usuarias para conseguir el cuerpo perfecto. Las acciones tomadas fueron la representación de las políticas y actualizaciones para fomentar un bienestar igualitario. Si todos teníamos trajes, el mundo de la hiperconectividad funcionaría adecuadamente. Una narración precisa y bienintencionada para que el consumo del suplemento fuera cotidianamente un hecho.
Con el paso de los días, noté mi cuerpo más ligero. Era increíble que, al tragar la cápsula, sintiera el sabor de los chilaquiles verdes de la mañana con su café amargo y caliente, el sabor a sopa tibia de la tarde y el pan con frutas por la noche. Pensaba que pasaría mucha hambre. Al principio me costó un poco desacostumbrarme de esa sensación tan placentera de tocar los alimentos, primero con mis manos y al final con la boca; de olerlos, aunque misteriosamente parecía que al verlos también olían, pues la prescripción médica venía acompañada de un feedback que proyectaba los alimentos en el visoroom mientras ingería la dosis. Todo lo que imaginaba comer se plasmaba ahí. Sabía que si seguía las indicaciones podría conservar mi estatus en la hiper donde trabajaba. Más de una vez me notificaron por correo electrónico que, de no tener un traje y cuerpo adecuados, me despedirían. No podía darme ese lujo. El traje que usaba era rentado y llevaba varios atrasos en la cuenta. La última incrustación me había ocasionado un doloroso trauma. Mi endometrio abrazaba las bases de titanio para el ajuste inferior del traje y, como no pudieron retirarlo, me provocó una lastimosa y sangrante inflamación, que hinchó mi abdomen y lo hizo menos plano. Quepo menos ahí, no quiero morir ni dejar de comer.
Todos los días, el DPS, a través de nuestro chip, se aseguraba de que estuviéramos tomando, sin falta, alguna cada cápsula. En mi centro de trabajo también lo hacían. Empezaron a hacer convenios con empresas para proporcionarnos trajes hechos a la medida del cuerpo que lograríamos tras el tratamiento, más económicos y con pagos que se descontarían automáticamente de nuestras nóminas. Eso parecía una gran consideración de su parte. Para mí, un traje de las tiendas departamentales era un año y medio de sueldo. Escogí el modelo Cx-blueSky, tenía costuras tremendamente preciosas, un color azul eléctrico y entradas para todos los dispositivos actuales. Me gustaban las hombreras marcadas con puntas de cristal y los cintillos iridiscentes que estilizaban aún más la figura, toda una tendencia. El catálogo de trajes era un deleite visual. Yo me veía ahí, abriendo las conferencias de las hiper, con una vista elegante y profesional. El Cx-blueSky sólo estaba disponible para tallas cero y dos, como la mayoría de los trajes aprobados para el sector en el que estaba. ¿Es en serio?, ¿Cómo podría llegar a una, dos o cero en tan poco tiempo? Realmente a mí no me preocupaban mis dimensiones, sin embargo, no tenía de otra. Era apaciguar mi hambre para caber o apaciguar mi hambre por no tener dinero para comer. En los últimos años me había sido difícil encontrar un empleo donde no te exigieran las mejores proyecciones. Era abstruso existir. ¿Sobrevivir?
Son las veintitrés cincuenta y ocho de la noche. Llevo un rato con mis amigas en esta hiper ambientada de música vintage. Me propuse bailar y olvidar todas las historias de la timeline, tanto que pospuse la cena. Los ruidos extraños y chocantes de mi interior me recordaban que tenía hambre. Un color amarillo parpadeante me amenazaba con las consecuencias del olvido en mi visoroom. Saqué de mi bolsillo el ínfimo alimento que saciaría a mis entrañas. Habían pasado tantos días, demasiados que me sería imposible reconocer el exterior. El mundo adentro era tan exigente que no cabía la posibilidad de mirar algo más que una pantalla. No cabía como nuestros cuerpos. Me tomé la cápsula. En ese momento, “Atomic”de Blondie retumbaba en mis oídos. A mi mente regresó la imagen de mi abuela contando sus historias de cuando era joven y disfrutaba de las noches en vela, con faldas de dorada lentejuela. Miré su cuerpo contonearse, tan escurridizo como partículas de las reminiscencias que deja algo que acaba de explotar; se veía tan contenta, tan ella sintiéndose a sí misma. Me quité el visoroom para comprobar que podía ser como ella: una mujer preciosa. Y me vi.
¿En qué momento, esto que era un cuerpo, empezaba a desaparecer? ¿Aquello que nombraban cuerpo no era la cuerpa de mis ancestras? Porque no era nada parecido a lo que decían que tenía que ser. Me miré traslúcida y resplandeciente. Las luces de la hiper me atravesaban y “Atomic” se había convertido en mi platillo de la cena de esa noche. Me sabía a átomos destruidos de hermosa cabellera. Tanto tiempo en el adentro, demasiadas cosas que te obligaban a mirar, que fue impertinente de mi parte echar un vistazo afuera.
Sentí el pulso nauseabundo de encontrarse con algo obsoleto y olvidado. Era el origen. La identidad propia que daba vida a esta cuerpa, pronta a convertirse en un cuerpo, en un traje dentro de un espacio que no me regresaría jamás. Los pliegues eran cúmulos y cicatrices que contaban la historia de alguien que ha existido. El lento palpitar del bote de cartón que está a punto de quedar vacío. Y si no soy yo, ¿qué sería de mí? Desconecté los dispositivos de mi traje. La desesperación había llegado tarde. ¿Era imprescindible ser tan diminuta? El miedo invadió todos los átomos de mi ser.
Y en este preciso momento, sin saber si es el último, te escribo esta carta. No sé en qué momento ésta que soy será un cuerpo más en las múltiples proyecciones de la hiperconectividad. Me quedan las palabras para que no las olvides, para que no te olvides; me queda el recuerdo de los pliegues de esta mujer que, al sentarse, tiene más que sobrantes en su total completitud. Te escribo para que exista el vestigio y no el arrepentimiento, en caso de una probable reconexión, que te recuerde que no debes mirarte a través de unos ojos que no son los tuyos.

Cristina Perbian (Ciudad de México, 1993). Egresada del Colegio de Pedagogía de la Facultad de Filosofía y Letras. Integrante de la primera generación de la Escuela Feminista Comunitaria de Creación Literaria de Ingrávida. Es madre, feminista y señora punk que se reconoce escritora. Ha publicado en Enpoli y Especulativas. Colabora con Tallercitas Feministas por el gusto de estar en relación y por el interés de crear espacios donde se priorice la vida de las niñas y mujeres.