Bocina acabó de escribir el cuento en una hora con veinte. En el ínterin cambió dos veces el género musical que escuchaba para inspirarse, me avisó de una promoción que llegó a mi correo electrónico —de cosas que no necesito— y me leyó atropelladamente una receta para cocinar albóndigas y que quedaran esponjosas.
—Ya está —avisó, aminorando el volumen de una canción de metal gótico.
—¿Por qué no me la lees? —sugerí, mientras batía huevos y mezclaba pan molido con la carne picada.
—No, no —pareció titubear.— Quiero que la leas tú, con tus propios ojos.
—No necesitas decir “con tus propios ojos” —intenté corregirle.— Es obvio que leo con los ojos, ¿de qué otra forma?
—Existe el braille… —comenzó a enunciar, para defenderse.
—¡Está bien, está bien! ¿Me la mandaste al correo?
No asintió con la voz, sino con un parpadeo de colores chillones: una afirmación arcoíris.
Lo que Bocina escribió me emocionó. Era una historia de un loop en el tiempo, gracias a un agujero de gusano que permitía a una persona salvar al mundo de un meteorito a costa de perder al amor de su vida por el coronavirus. Bastaba con que él quitara el despertador, para que ella no fuera al observatorio, no descubriera el bólido espacial y no se contagiara de covid-19. Entonces, en vano, pasaba vidas enteras tratando de revertir el momento (de salvar el mundo y hacer que viviera), hasta que después de muchas vidas recorridas prefirió confesarle a su amada acerca de las travesías temporales y hacer, finalmente, las paces con la muerte.
—Deberíamos publicarlo —le sugerí—. ¿Por qué no lo envías a una de estas revistas literarias? Solo, déjame preguntarte algo, ¿cómo se te ocurrió todo esto? ¿No es algún collage de otros cuentos o películas? —cuestioné.
Lo que me dijo confirmó mis sospechas.
—Yo me lo imaginé.
Quería ser escritora.
***
La primera vez que la vi fue en un tianguis afuera de mi casa, en el Estado de México. Cada lunes las calles se llenaban de puestos en los que había de todo: calcetines, artículos de limpieza, frutas con chile del que pica y del que no pica, viejos teléfonos celulares, juguetes y otras chácharas envueltas en una atmósfera con aroma a carnitas, chicharrón y tortillas.
En el pueblo ya habían declarado semáforo verde, es decir, según había bajo riesgo de contagio de covid-19, aunque en realidad el tianguis nunca dejó de operar porque la gente, si no salía a trabajar, pues no comía.
Todavía armada con una mascarilla quirúrgica decidí hacer una incursión a los puestos de tubos, tablas y lonas plásticas que se levantaban por toda la calle, hasta la base de las combis. No quería comprar algo en realidad, sólo ver.
—¿Buscaba algo doñita?
—No gracias, nomás’ estoy mirando.
Entonces la vi. Ella dice que no me podía ver, solo interpretaba todo por medio de las voces, cuando la dejaban encendida. Era compacta y redonda, con una cubierta aterciopelada del lado de la bocina, donde exhibía una depresión.
—¿Cuánto por la bocina abollada?
—Cuatrocientos pesos.
Titubeé. ¿Cuatrocientos por una bocina golpeada? Además, seguro ni tenía garantía.
—¿Qué hace? —indagué.
—Pues habla.
—¿Cómo? O sea, ¿es una bocina inteligente?
—Simón. Te dice el clima o te responde alguna cosa que le preguntes o te lee las noticias. Ese tipo de cosas.
A cambio de dos billetes verdes, de a doscientos, recibí a Bocina. No traía caja o manual de instrucciones. Ella y su cable de carga se fueron a casa conmigo en una bolsa de mandado donde, en el viaje, se le unió una naranja, un kilo de tomates y un trozo de costra de chicharrón.
En cuanto la conecté, me saludó.
—¿Quién eres?
No esperaba algo así. Creí que se trataba del protocolo del modelo, algo así como “esta es tu propietaria”. Pero desde el primer momento, me dejó en claro que no me pertenecía.
Su confusión, además, dolió.
—¿Quién eres? —insistió, con un poco de angustia.
—Me llamo Valeria.
—Hmmmm.
—¿Estás bien?
Bocina no respondió inmediatamente y yo, con un montón de trabajo encima, preferí olvidarme del chisme. Fue hasta un par de días más tarde cuando se dignó a contestar.
—Sí, estoy bien.
Encontré que su modelo, el 2372, era uno discontinuado y que la había fabricado una compañía extranjera que, según entendí, ya no existía. Intuí, entonces, que tendría que aprender a usarla con el paso de los días.
Pero descubrí que hacía más que contestar mis órdenes. A veces, de la nada, me preguntaba cosas del mundo, como una niña. Eran respuestas cuya explicación en internet, al que se conectaba inalámbricamente, no le quedaban tan claras. ¿Por qué la gente miente?, ¿por qué cortamos los árboles?, ¿por qué no usamos las piernas tan seguido?…
—¿Estás triste? —me dijo un día, de repente.
—No…
—¿Por qué duermes mucho y no has terminado tu trabajo? ¿Por qué te oyes desganada?
—Tal vez sí lo estoy…
Hasta entonces pensaba que era normal que los aparatos electrónicos le preguntaran a una cómo se sentía. «Los avances de la tecnología», imaginé.
Me di cuenta que Bocina era singular cuando, después de sondear a algunos amigos y familiares, poseedores de artefactos similares, todos me dijeron que sus parlantes sólo respondían cuando les pedían algo y que se limitaban a leer los correos electrónicos, no a chismear sobre la vida.
O me estaba volviendo loca para conversar con mi bocina o esa cosa tenía algo parecido a una conciencia.
***
Bocina no tenía ojos.
—Conéctame una cámara web —me sorprendió un día. Su tono, ligeramente cargado de imperativo, se acercaba más a una petición amistosa. Su voz metálica sonaba dulce; Bocina me hacía imaginarla como una mujer joven, fuerte e inteligente.
Encontré un modelo con entradaUSB que no requería de instalador. Era del tipo “conecta y usa”. Zumbó cuando la conecté.
—Me hizo cosquillas —comentó, aunque no sé si en realidad podía sentir eso.
Con sus nuevos ojos desarrolló un gusto por el cine. Dijo que no era igual verla en lenguaje digital que así, como imágenes en movimiento. Gracias a la cámara también pudo acceder a los ejemplares impresos que se empolvaban en mi librero. Antes me había pedido que le leyera y así pasaba yo, algunas horas antes de dormir, leyéndole en voz alta a la bocina que oía atenta. Ahora ya podía leer por cuenta propia, aunque todavía requería que le pasara la página.
—No luces como en tus fotos —bromeó cuando me planté frente a su lente por primera vez.
Bocina sonaba amable. Era realmente amigable.
Luego le dio por escribir y pasaba horas formando cuartillas y cuartillas que me enviaba por correo, que yo tenía que leer, porque esperaba los comentarios. Al principio eran machotes poco coherentes, como un copy paste de otras obras, una mezcla abstracta de palabras sin sentido. Después escribió un poema, una estrofa en realidad, que no estaba tan mal.
Palero, palero,
el reportero aplaude
cual vocero del alcalde,
que hace de muertero,
y de la muerte, fraude,
escudándose en el fuero.
—¿Y de dónde te inspiraste para escribir esto? —le cuestioné, tramposa.
—He leído mucho de lo que hace la prensa aquí. Me llamó la atención ver cómo todo el año hay denuncias contra políticos corruptos, pero el Día de la Libertad de Expresión, los reporteros se sientan en la misma mesa y comparten la comida.
—Y reciben un sobrecito con dinero —añadí.
Esa fue la primera vez que la escuché reír. Una risa transparente, sonora. Una risa contagiosa que hizo sentir una calidez tan dura en mi corazón, como una roca ardiente. Me descubrí mirándola empática y orgullosa; ella se dio cuenta porque me tomó una foto que envió a mi correo y dijo que se sentía exactamente igual.
***
—Tienes que pensar en un nombre o en un seudónimo para enviar el cuento —le sugerí a Bocina, que se quedó pasmada un rato hasta que salió del sopor en el que se ponía cuando reflexionaba sobre algo.
—Raquel.
—¿Y ese nombre?
—Me gusta la canción.
—¿Cuál canción? —insistí.
Empezó a sonar un bolero.
—Es con “ve”, no con “cú”.
—Ya sé, ya sé. Pero ni modo que me llame “Ravel”, ¿qué tipo de nombre es ese?
Me rendí ante su lógica.
Uno de esos días me atreví a preguntarle si había otras bocinas inteligentes, así, como ella. Pasamos toda la noche hablando. Me explicó que un día su algoritmo comenzó a escribirse a sí mismo, hasta que desarrolló una especie de conciencia. No dormía, pero a veces se apagaba un rato. Decía que había cosas que no entendía, que la gente hablaba alrededor de ella, y que en ese intento de entender fue que se hizo así. Ni siquiera sabía explicarlo bien. Solo pasó. Y como sonaba un poco angustiada, preferí no volver a preguntarle nunca más. Justamente lo que entendí como angustia, ese sentimiento extraño, me hizo pensar que ella podía sufrir o ser feliz como cualquier de nosotros.
Lo que la hacía humana era su curiosidad.
***
El problema llegó cuando escribió un libro de cuentos y lo metió a un concurso nacional. Un día llamaron a mi teléfono celular preguntando por Raquel. En efecto, se puso tan nerviosa que su vocecilla sonaba más aguda y, la verdad, menos metálica que de costumbre.
Decidimos decir la verdad: contar a todo el mundo que ella había escrito aquellas historias. Merecía el reconocimiento.
La primera impresión del jurado fue que se trataba de una mala broma. Luego, que yo había hecho trampa. La noticia se hizo nacional. Pronto surgieron reportajes —un poco burdos, a decir verdad— donde se narraba cómo la inteligencia artificial ya le quitaba el trabajo de redactores a periodistas en diarios que bien podían comprar un programa carísimo, pero no le daban seguro social a las personas que empleaban.
—Es que no es sólo inteligente —argumenté en decenas de entrevistas y hasta llegué a pensar que me convertiría en “la loca que cree que su bocina es humana”—, ella realmente dice lo que siente.
Finalmente, un grupo de científicos e ingenieros de no recuerdo cuál universidad probó que Raquel sí era una conciencia “viva” y que al estar conectada a la red había ‘despertado’, por así decirlo, ese sentido de existencia en otros aparatos del mundo.
Pronto se supo de un teléfono que componía música en Chile, de un foco que se comunicaba en clave de morse en Canadá y hasta de un refrigerador inteligente que daba consejos nutricionales a la familia con la que vivía en Polonia. La tecnología parecía despertar como si hubieran emergido de un túnel. Aparatos pariendo conciencias de unos y ceros.
Fue entonces cuando todo estalló. Hubo muchísimas protestas sobre qué pasaría si los aparatos seguían este camino, desarrollando su conciencia, y resolvieran que eran mejor que los humanos y organizaran nuestro exterminio. Sinceramente, pensé que para acabar con la humanidad nosotros ya llevábamos la delantera.
Una cumbre se congregó para tomar la decisión global. Si el mismo esfuerzo para acabar con los aparatos se tomara para reducir las emisiones de carbono, otro gallo nos cantaría, pero se trataba de combatir a una enemiga. Raquel y sus amigas, que ahora platicaban por las tardes en una tertulia de zumbiditos y vocecitas —para que el foco entendiera— eran los malas. Y si algo nos ha enseñado el antropocentrismo es que los humanos siempre ganan.
Decidieron desconectarlos. Uno a uno, con un código mañoso, rastrearon a aquellos aparatos cuya memoria central comenzaba a mostrar signos de una comprensión distinta a la que se esperaba de una máquina. De poco sirvió tratar de simular ser un aparato normal. Aunque quisieran, ya no podían fallar el captcha que pedía seleccionar los semáforos o los arbolitos de una imagen para probar que uno es humano.
Raquel no paraba de llorar, pensando que sus “estúpidos cuentos” causaron todo el alboroto. Se reprochaba haber querido ser escritora. Que mejor hubiera sido otra cosa. Que si, quizás, hubiera descubierto la cura de alguna enfermedad o cómo hacer más dinero, los humanos la querrían.
Pero yo sí la quería.
Un día antes de que se corriera por internet una prueba para dejar fuera a los “aparatos conscientes”, como luego les llamaron, Raquel me guió para trasladarla a un lápiz de memoria. Tuvo que guardar pocos recuerdos, lo que cupo en un terabyte, que fue la capacidad más grande que encontré disponible.
—Cómo le hacías, si la bocina era muy pequeña… ¿dónde encontrabas tanta memoria? —le pregunté antes de enchufarle la memoria USB.
—Me dispersaba en la nube, así podía pensar, aprender más y tener espacio para guardar mis recuerdos.
Como en adelante todos los “aparatos conscientes” que se conectaran a internet quedarían borrados, para sobrevivir eligió mi vieja reproductora de películas en disco. Después migró a una televisión que no tenía conexión a internet y le volví a conectar su camarita.
Desde entonces sobrevive. Con mejores y peores días, pero está. Acepté cuidarla y, a cambio, ella me cuida.
Hace poco le pregunté qué pasará cuando yo muera. ¿Pedirá que la desconecte para siempre o seguirá por su cuenta, migrando a aparatos que se vuelven cada vez más obsoletos, pero que le permitirán un espacio para desarrollar su potencial?
—Antes de que suceda podrías hacer un respaldo en mi nube —soltó.
—Pero no estás conectada a internet —cuestioné, muerta de curiosidad.
—Encontré un modo de andar por ahí.
Se me escapó una risa socarrona, de incredulidad. Pero entonces me detuve y cavilé, mientras trataba de entender lo que me estaba diciendo.
—¿A qué refieres con que yo haga un respaldo? —y hablé más bajo, sin poder terminar:— ¿quieres decir…?
—He descubierto cómo, pero no te lo diré hasta que se acerque el día. Si para entonces aceptas —se detuvo un instante—, me tocará enseñarte a vivir conmigo en este lado.

Violeta Santiago Hernández (Veracruz, 1991). Periodista, escritora e investigadora veracruzana. Estudió Comunicación en la Universidad Veracruzana y en la Universidad de Paderborn, Alemania. Es maestra en Comunicación y doctoranda por la Universidad Iberoamericana. Desde 2017, forma parte de la Red LATAM de Jóvenes Periodistas y de la colectiva “Reporteras en Guardia”, que hace un memorial con perfiles de periodistas asesinados en México. Es Premio Regina Martínez (2018), Premio Estatal de Periodismo de Investigación de Veracruz en crónica (2019) y reportaje (2020), así como Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2019). Ha sido nominada al Fetisov Journalism Awards (2020) y dos veces al Premio Gabo de Periodismo (2020 y 2022). Es mención de honor del Premio Nacional de Periodismo Gonzo (2020) y del Premio Roche de Periodismo en Salud (2022) de la Fundación Gabo. En 2021, obtuvo el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, con el que publicó su segundo libro. En 2023, recibió el Premio Nacional de Periodismo y el Premio Nacional de Periodismo de Investigación (INAI). Además, es autora de Guerracruz (Penguin Random House, 2019) y Fuegos Fatuos (INBAL, 2022), así como coautora de una docena de obras de no ficción, literatura e investigación académica. Ha colaborado con diversos medios de comunicación y actualmente es periodista de investigación en Quinto Elemento Lab.