Al principio, fueron creadas para proteger a quienes sufrían ataques de pánico. Al ser una cápsula a prueba de sonido, desconectada del exterior, provocaba una reconfortante sensación al paciente que, por ansiedad, no podía sino recluirse lejos del mundo. Pronto, ellos se dieron cuenta de que servían para sus lascivos propósitos, nos encerraron y gozaron de nuestros cuerpos sin tocarnos, sin dañarnos, como mercancía de colección.
A partir de nosotras dieron vida a sus perversos deseos, los más profundos, los más siniestros, los más tristes. Ellos nos insultan, nos cuentan sus penas, proyectan sus excreciones; de donde sea que ellas salgan, y de donde sea que ellos provengan siempre es lo mismo.
Nosotras en cambio, no podemos sentir, porque primero están ellos. No podemos ejercer una vida plena, porque ellos son nuestra prioridad. No podemos tener ciudadanía, porque somos “piroperas”, “cabineras”, “mujeres de la vida fácil”… ¿fácil? ¿Cómo va a ser fácil? Ni siquiera soy una persona, a los ojos ajenos no soy más que carne en venta, la vida no puede ser fácil de esta manera.
Aquí y en cualquier otro punto del universo tengo ese gran sello en el glúteo derecho. Se va a quedar ahí para siempre, lo sé. Este sello nos marca, nos encierra y no nos permite envejecer más que unos años después de puesto.
La dura verdad después del sello era que no iba a ser más alta o madura, no iba a ver mi cabello cubrirse de canas o mi piel de arrugas. Tengo treinta años y todo el tiempo recibo comentarios como: “pues qué bien te conservas”, “qué bueno que lo dices, así no tenemos problemas, ¿no?”, todos de clientes.
Las cabinas son a prueba de sonido, pero si algún hombre quiere hablar contigo está en su derecho. Ojalá no hubieran implementado los malditos micrófonos. Es que hay tipos que sólo se excitan si te oyen o si saben que los oyes y ¿cómo vas a lanzarles piropos si no te escuchan? Después de todo, por eso nos dicen “piroperas”. Nuestro único propósito es adular.
Pero nadie lo entiende, nadie sabe por todo lo que pasamos hasta que lo vive. Siempre me dicen que lo abandone, que busque una vida honrada. Ha habido clientes que incluso me han ofrecido “sacarme de este lugar y darme una vida nueva”. Dejé de creer que podía volver hace mucho. Si es tan fácil volver a la sociedad, díganme: ¿Cómo lo hago si me vetaron hace años?
Y ahora estoy aquí, acusada de un crimen que por supuesto cometí. Estaba harta y muerta por dentro. Llevaba días sin ponerme la intravenosa que nos dan para no desmayarnos en el trabajo, un trabajo que es incesante, en el que no existe un solo derecho que nos ampare.
No lo siento. No merece mi perdón y yo no quiero el suyo, ni siquiera creo que la cárcel sea peor que la cabina, al menos sabré lo que es una cama y cómo se duerme sin temor a que te pongan solución salina en la intravenosa con tal de despertarte, sin pensar un segundo en cómo arden las venas cuando se propaga.
Tengo descanso, sí, los sábados salgo y voy a casa con el collar de castigo, el lunes vuelvo. Ellos no quieren que huyamos y lo sabemos, entonces cuando una huye, no es para irse a otro lugar del mundo, es para irse del mundo. Yo descubrí cómo quitarme el collar de vez en cuando, sin alterar el sistema o dar alarma a los dueños. Ese día, no me lo puse. El collar se enciende ante la mínima muestra de descontrol y todo se acaba. No iba a dejarlos detenerme. Junté valor durante diecinueve años, no se desharían de mí en cuanto ese valor les explotara en la cara.
Tal vez jamás haya sido dueña de mi vida, pero no les iba a dar mi muerte también. No fue algo premeditado, pero sabía que algo en mí iba a estallar aquel lunes, lo sentía.
Es legal obligar el uso de un collar de castigo, pero no es legal que yo sea una ciudadana porque me exhibo cual ropa en un aparador. Hasta la ropa tiene más derechos que yo, hasta un maldito asesino tiene más derechos que yo o que cualquiera de mis compañeras.
A menudo me pregunto… si lo que te hace asesina es matar a alguien, ya sea por accidente como yo lo hice o a propósito como él dijo que haría conmigo, ¿qué es en realidad lo que te hace un ser humano? ¿Acaso nacer? ¿Vivir? ¿Ser ciudadana? Nunca tuve una respuesta, tal vez porque ni siquiera soy humana, ¿lo soy?
Tal vez nací de alguna bestia que me dejó a la suerte, tal vez me diseñaron con el fin de dar placer. Escuchar a los otros y callar. Darles a todos esos hombres un momento de mi vida para hacer lo que se les antoje. Dejar que me miren, me hablen y toquen el vidrio pensando que me tocan a mí.
Lo único que recuerdo fue que desperté y estaba en la cabina. A partir de ese instante, mi vida se volvió un incesante dolor que me punza desde la base de la columna hasta el cabello, en todas y cada una de sus terminales nerviosas.
“Yo iba”, es mi frase favorita, porque puedes imaginar todo lo que quieras, aunque estés adentro de la cabina, “yo iba a ser feliz” qué frase, cuánto poder y cuánto dolor, encerrado como yo, en un “yo iba” que nunca fue.
Los sábados, cuando salgo a mi descanso forzado, voy a mi apartamento. No tiene muebles, no me quiero encariñar con nada. Sé que si salgo a la ventana oeste cruzaré la línea permitida y el collar de castigo cumplirá su función. Un día salí con la esperanza de acabar con todo, por fin, pero no lo traía puesto. Tal vez como un reflejo o un acto premeditado de mi subconsciente me lo quité. Y por ese instante de libertad, juro que no sentí más que el viento entre las manos, tantas ganas de llorar que me carcomían el cerebro y el palpitar del cuerpo que no sabía que aún tenía. Pero no lloré, no perdí la calma, no hice nada.
Quería lanzarme del balcón para sentir algo, pero me detuve. La sensación de miedo es lo único que la cabina no ha matado en mí y por eso estoy aquí, mirando fijamente al techo. Perdiéndome en el blanco de la lámpara, sintiendo cada uno de mis huesos relajarse porque es la primera vez en años que me siento y no creo poder levantarme otra vez.
Las palpitaciones en mis muslos, los oídos que me zumban, las palabras de la gente, los colores que desprendo y los que estoy por ver. Todo es fascinante, ¿me puedo quedar aquí? Realmente no tengo a quién llamar… ¡Qué tontería! ¿Cómo le cederían una llamada a alguien como yo? Ni siquiera tengo derecho a eso. Ni siquiera a guardar silencio y como no lo tengo, bueno… voy a hablar.
¿Cuándo comenzó? Oficial, esto comenzó el día en que nos convertimos en objetos, vueltas sirvientas encargadas del placer de otros y perdimos nuestra humanidad por este mundo desgraciado que nos la arrebata una y otra vez, noche tras noche. Escondidas por el neón de las luces, brillando relucientes dentro de las cabinas para mantenernos alejadas de quienes por objeto nos desean.
Le digo que yo no quería romper el vidrio. No, tampoco estaba ebria, ¿no sabe las condiciones en las que trabajamos? No nos permiten tomar agua, imagínese alcohol. No consumo drogas, estoy limpia, ¿no vio los resultados del antidoping? Sí, estoy lista para dar mi declaración.
Era lunes, lo sé porque tomé el transporte. Sí, me desagrada porque al subir a esa cosa una nunca sabe si va a llegar a su destino. No, los demás días no tomo transporte y no, tampoco me lleva nadie, ni tengo auto.
Oficial, no tiene idea de cómo es la vida de una piropera, ¿verdad? Estamos recluidas en nuestras cabinas, una junto a la otra, seis días a la semana, veinticuatro horas. Somos las que hacen a este maldito país girar y nadie, nadie nos tiene una sola consideración.
¿La intravenosa que mencioné? Así nos alimentan, nos meten suero por las venas para no deshidratarnos, pero sobre todo para que no dejemos de trabajar. Los hombres, los pobres, pobres hombres que compran nuestros servicios no pueden esperar a que cubramos nuestras necesidades fisiológicas, mucho menos nuestros derechos laborales, sus problemas son más importantes.
Es la pregunta del millón, oficial: ¿por qué no sólo dejas tu trabajo? Bueno, no creo que a usted le guste tomar declaraciones, eso se nota, ¿por qué no lo deja usted entonces? Exacto, todas las personas necesitamos comer, ¿no? Ah, pero si le dije que no comía, ¿verdad? Pues mire, me mato seis días seguidos encerrada en una cabina de vidrio, escuchando a cualquier idiota contarme lo mucho que le pesa la vida. Lo adulo, bailo para él, todo por algunas monedas virtuales la hora, ¿para qué? Pues para pagar el apartamento que uso el día libre y el transporte que uso para ir y venir del trabajo, además de impuestos, porque hasta nosotras los pagamos.
Obvio, nadie nos quiere y somos “unas cerdas que sólo buscan dinero”, pero somos las mejores contribuyentes.
¿Agresiva? ¿Entonces porque hablo con la verdad soy agresiva? Está claro que usted tiene un buen empleo y salario, porque si viviera como lo hacemos nosotras no lo vería “agresivo”, lo vería real, sentiría lo que siento, pero ¿cómo lo va a sentir? Ni siquiera me cree, ¿verdad?
Bien, sólo le diré lo que hice, oficial. Ese día era lunes, creo, porque tomé el largo gusano de hierro y recuerdo que estaba sentada, escuchando a un sujeto hablar de cómo lo habían humillado sus amigos porque decían que era débil para ir a las cabinas, que ahí se necesita estómago y no sé qué más. Pero él no quería y se puso a llorar. Como ya estaba por terminar su tiempo, no lo consolé y la fila siguió avanzando. Lo sacó volando un marciano de metro y medio. Sucio hasta la última parte de su cuerpo, uno que siempre iba a las cabinas a la misma hora en lunes.
Entonces el marciano comenzó a insultarme y a hacer estos ruidos que hacen las ventosas cuando las pegan al vidrio, pero ya sabe que esas cosas son sensoriales, ¿no? Entonces debería saber qué significa cuando las pegan y las separan del vidrio continuamente. Digo, en cualquier otra situación, con cualquier otra persona o ser vivo eso se considera acoso, pero como es mi trabajo hacer sentir bien a esta clase de clientes, no importa.
En fin, yo había tenido un día muy pesado porque el gusano de hierro se trabó. Soy claustrofóbica y esas cosas tienen cabinas individuales. Irónico, ¿no? Entonces nos pusieron a buscar la estúpida válvula que se había fundido en una de las cápsulas y resultó ser la mía. Me bajaron, tuve que caminar y cuando llegué a las cabinas me descontaron una hora, ¿sabe cuánto dinero es eso? No, claro que no sabe. Es casi lo que me pagan al día, pero dicen que es sólo una hora. Así que comencé a trabajar y estuve cliente tras cliente aguantando sus porquerías hasta que me harté.
No, no fue ahí cuando rompí el vidrio, lo que pasó es que cuando estaba con ese marciano pervertido, me dijo que se sentía muy solo y comencé a tranquilizarlo, aún tenía tiempo pagado.
Ese macho extraterrestre tenía dos de las cosas que no soporto en nadie. Una: Enorme complejo de superioridad sobre la humanidad. Dos: Un complejo de salvador con las mujeres. Me dijo que estaba triste porque su planeta estaba en una reestructuración y se quedó sin trabajo, pero que decidió gastar su dinero conmigo porque sabía que yo lo entendería y que sólo yo podía hacerlo sentir mejor. Entonces me guiñó el ojo y restregó sus tentáculos en el vidrio una y otra vez.
Lo dejé continuar hasta el momento en que no soporté más el ruido y le dije de la manera más amable posible: “Disculpe señor, me incomoda un poco lo que está haciendo, ¿podría detenerse?” Acto seguido, comenzó a insultarme. Dijo insultos fuera de los que conocemos, pero estoy segura de que son insultos porque los he escuchado otras veces, también dijo cosas que prefiero no repetir porque podría meterme en problemas. Después comenzó a restregar sus tentáculos y su dinero en la cabina. Dijo que yo sólo estaba ahí por interés, no por hacerle bien a todos esos hombres humanos y seres masculinos que hacen girar al mundo, a todos los mundos. Dijo que eso me hacía una barata, una cualquiera y finalmente, me amenazó. Dijo que no quería encontrarme en la calle porque me haría daño.
¿Cómo que qué clase de daño? ¿De verdad importa? Dijo que me derretiría la cara, ¿bien? ¿Feliz?, ¿o le tengo que dar más detalles? De verdad creen que yo soy la agresora, pero no es así.
Sí, sí, continúo. De modo que el tipo no dejaba de tirar veneno, metafórica y literalmente, porque esas ventosas son tóxicas para las personas humanas. Continuó haciendo esa cosa con el vidrio como si la violencia le pareciera excitante. Ahí fue cuando yo le dije “Pues si te sientes muy chingón, ¿por qué no rompes el vidrio?” Y me recargué en la pared para ver si lo hacía.
En ese momento se estaba llenando de gente que veía cómo, según mi jefe, “le faltaba al respeto al cliente”. El tipo empezó a golpear el vidrio, pero no lo pudo romper porque está blindado. Por fuera no se rompe, sólo por dentro con un anillo especial que llevamos todas las piroperas por si llegara a haber una situación de emergencia. De hecho… ahora que lo pienso, es la única medida de seguridad que tenemos, al menos eso tenemos.
Y entonces, mientras lo veía golpear todo, me preguntaba cuánto tiempo iba a seguir ahí. ¿Era necesario arriesgarme de esa manera todos los días? Desgastarme así por unos sujetos a los que lo único que les importaba era ser el centro de atención y que una mujer semidesnuda les dijera “papi” cada que necesitaban a alguien que les diera esa enferma reafirmación, no era mi plan de vida.
Sí, ahí fue donde lo rompí, pero no era mi intención, en serio. Lo que hice fue levantarme y tocar como si fuera una puerta. Yo sólo quería que él se diera cuenta de que no estaba impresionada, pero toqué con la mano incorrecta, el anillo se estrelló con la pared de cristal que voló en pedazos sobre el marciano y le hizo pequeños hoyos a la mucosa de su cuerpo, por donde se escapó todo ese verde y coagulado líquido que tienen por sangre.
Entonces les llamaron a ustedes y ya se sabe lo demás. Pero nadie quería escuchar mi versión. Yo de verdad no le quería hacer daño y sé que a él no le harían nada, aunque hubiera sobrevivido. Nada siquiera parecido a lo que me espera, pero quiero decir que no fue mi culpa, me defendí. Y el que yo sea una trabajadora de ese tipo no me quita el título de trabajadora, porque me he partido el lomo buscando de dónde sacar el dinero que necesito para poder sobrevivir. Quiero que recuerde, oficial, ¿quién fue violento aquí según mi versión y la de las piroperas que vieron? Yo espero que algún día me entienda y que cuando alguna de nosotras hable, no nos vean sino como personas que somos. Personas a las que les duele, que sienten, que cada noche antes de ponernos la intravenosa, sentimos cómo el peso del mundo está sobre nosotras, y lo más triste es que no tenemos alguien que nos dé piropos, porque somos las responsables de velar por la salud mental de los otros. Vivimos aisladas, como muñecas que no pueden salir al mundo o disfrutarlo y la única diferencia con ellas es que nosotras no vivimos en empaques coloridos, vivimos en cabinas.

Es estudiante de Escritura Creativa y Literatura, pero también es química. Tal vez de ahí nació su gusto por ver reflejada la ciencia en la literatura, pues la narrativa, la ciencia y la escritura son dos cosas que han guiado su camino en diferentes momentos de su vida. Su vida, aunque ha sido corta, está plagada de desniveles y montañas, heridas y experiencias rugosas como las que le gusta retratar con sus palabras. Nada de lo que ha superado en aquellas cruzadas de las que su vida está compuesta hubiera podido ser superado sin ayuda de su familia y amistades, quienes siempre han tendido su mano, su hombro o sus palabras, para que ella tenga la fuerza para levantarse y continuar. Sus cuentos no sólo son palabras, son la llama encendida de su alma, plagados de recuerdos, sensaciones y sentimientos; son escritos llenos de colores que permiten escandalizar, incomodar, alentar y embellecer, pues con sus cuentos busca gritar aquello que siente y piensa, pero también aquello por lo que en su interior sabe que vale la pena luchar.