Llegaron a la Tierra en una noche de primavera, lluviosa y cálida. Nadie en la antigua ciudad de piedra se percató. O casi nadie. Algunos aseguran que por eso descendieron allá, lejos del gentío, los grandes edificios y los autos que abarrotan la Ciudad de México.
—Sus “dispositivos tecnológicos”, que sólo así los puedo llamar porque eso está lejos de mi entendimiento, les hicieron saber que no era letal, para ellos, ni el aire ni el suelo, ni el agua, así que descendieron de eso que los transportaba.
—Su nave.
—Si usted prefiere. No puedo expresar cómo lucían físicamente, simplemente que no andaban en dos ni en cuatro pies. No tenían forma de algo conocido, al menos para mí. Aunque, si tuviera que hacerlo, diría lo siguiente…
—¡Por favor! —Jacobo, aunque un poco harto por el tono lento y despreocupado de la invitada, se mostraba interesado y amigable ante la audiencia.
—Su cuerpo era del color de una noche despejada sin estrellas. Profundo. Si lo mirabas con atención, parecía que incluso se podía ver la luz opacada y diminuta de los astros, esos que, indiferentes a la nata lumínica que emana de nuestro planeta, se nos siguen mostrando. Que eran altos como los árboles que silban con el viento. Que su cuerpo se extendía y encogía como las olas de un mar en calma. Que el aroma que exhalaban recordaba la frescura de las mañanas soleadas de domingo, en las que el canto de los pájaros te despierta para desayunar. Sin embargo, parecían etéreos, inmateriales. Creo que cualquiera que hubiese intentado tocarles habría caído al vacío infinito.
La lentitud y la vaguedad con que la invitada narraba los hechos comenzaban a irritar al entrevistador.
—Disculpe, no me dice nada, ¿podría elaborar mejor su descripción? —pedía mientras pensaba que siempre era lo mismo, que su programa estaba plagado de personas tontas como ella.
—Lo siento. Lo que sí puedo decir es que miré muy poco su verdadera forma, ya que imitaron la mía después de un rato. Todos ellos. Me dio terror verme multiplicada decenas de veces. Sentí miedo, pero no corrí. Había algo en ellos que me detuvo. Emanaban calma como el sol emite calor.
Jacobo, hombre alto y de edad avanzada, se preguntó si alguna vez la mujer diría algo con sentido. No la interrumpía porque buscaba el momento justo para increparla. Esa era su tarea.
—Su tecnología tomó la forma de mi celular. No sé cómo lucía en realidad. Con ella se ayudaron para identificar con qué producía mis sonidos, pues luego de mirar su aparato se señalaron los labios y la garganta. Dije que sí, mostrando cómo mis dientes se encontraban y emitían el sonido que producía el aire al salir de mis pulmones. Ellos intentaron hacer lo mismo sin éxito. No emitieron sonido alguno, pero no les importó seguir tratando. Después supe que las palabras no serían necesarias.
—¿Por qué no “serían” necesarias? ¿Acaso no está al tanto de lo que nos hicieron? ¡Por Dios! Perdimos miles de vidas humanas valiosísimas. Si les hubiera hablado, si los hubiese conducido con alguien que sí supiera comunicarse, podríamos haber evitado esta desgracia.
—Es que eso no era necesario, no estaban aquí para dañarnos. Ni siquiera planeaban venir.
Las pocas personas en el estudio de grabación estaban atentas a la mujer. Jacobo no. Sólo pensaba que el resultado de dejar hablar a la servidumbre era ese.
—No me venga con eso, por favor. Nos insulta a todos. Si no hubiesen querido estar aquí, no habrían venido, así de simple. Mire, no intentaron comunicarse con nosotros para decirnos que venían en paz o que estaban de paso. Aterrizaron en nuestras tierras sin pedir permiso. ¿Por qué no intentó razonar con ellos?
Lanzada la pregunta, se sintió como un imbécil y se lo reprochó, pues le pedía a una mujer, que no sabía más que limpiar casas, que razonara con ellos, seres superiores incluso para los hombres de ciencia en la Tierra.
— Porque no era necesario…
—¡Porque no era necesario! Eliminaron a toda la población del municipio de Teotihuacán y los territorios aledaños sin moverse un sólo centímetro. Los efectos de la masacre serán permanentes para la ciudad y la polución tardará una eternidad en limpiarse de la atmósfera. Es un daño irreversible para el mundo. ¡Pero no era necesario razonar con ellos! —dijo el presentador con el rostro cargado de ira, dando énfasis a la sentencia agitando la mano derecha y señalando a la invitada con el dedo índice. La teatralidad del gesto se sumaría al argumento. Por su parte, Eulalia perdía la compostura, aunque no decía nada.
—A ver si con esto le queda a usted más claro lo que hizo —tomó una de las tarjetas con las que había estado jugando durante la entrevista y miró la pantalla que estaba detrás de él—. Le presento a Carlos, hijo menor de la señora Frida Sofía, de quien escuchamos la voz:
“Estoy devastada. Carlos era mi sustento. Sólo se dedicaba a trabajar y no hacía daño a nadie. Fue a las ruinas a pasear con su novia porque yo se lo supliqué, nunca se daba tiempo para él, lo único en lo que pensaba era en mí. Esos malditos seres me lo arrebataron”.
En ese momento Eulalia perdió los estribos.
—¡Pero si fueron los militares quienes hicieron todo! Antes de eso, ni las aves ni los animales o yo nos sentimos amenazados, a pesar de tratarse de seres de otro mundo. No percibí que quisieran dañarnos. Lo que yo vi fue a unos seres que estaban tremendamente curiosos por mí. Creo que por eso tomaron mi forma, para experimentar-me, para conocer a nuestra especie —argumentó Eulalia a favor de los visitantes del espacio—. Sus ojos, que eran los míos, buscaban mi alma. Quizá ellos no lo supieran con exactitud, pero yo sí. “¿Dónde eres?” No quién ni qué soy. Preguntaron sin mediar palabra. Buscaban el origen de mi ser. Eso que el cuerpo contiene. Traté. Primero les dije: “yo soy Eulalia” y puse la mano en mi pecho. No hallaron significado. Guardé silencio y seguí mis instintos. Llamé a Isabel a mi lado, mi hija. La abracé, besé y arrullé un poco, luego toqué mi vientre. Dije “madre”. Vi comprensión en sus ojos. Los que eran igualitos a los míos. Pero todavía no les quedaba claro el dónde de mi ser. No se reflejaba en sus gestos el completo entendimiento. Llamé a Nico, mi perro. Así como Isabel vino a mí sin remilgos. Lo acaricié, lo abracé y le di un premio que traía en mi bolsa. “Cuidadora”, dije. Después, hice un hoyo en la tierra y simulé que ponía algo allí adentro, para luego taparlo, señalé entonces un árbol: “creadora”. Ellos. Todas las yo, asintieron. Hubo comprensión en sus ojos.
Jacobo acarició la idea de preguntarle a la mujer si estaba drogada, pero se contuvo.
—A ver, sí, eso es enternecedor. Pero no nos dice nada. No es consuelo para la señora Frida Sofía. ¡¿Por qué no usaron su aparatito para comunicarse en serio?!
—Porque no era necesario, ya le dije. Después de mostrarles mi dónde iniciamos una especie de diálogo, de intercambio de sensaciones cargadas de discernimiento. Nos dijimos cosas. No con la mente. Hablamos a través de las manos, los ojos, el vientre. Percibí la comunicación con cada sentido, cada órgano, hasta con las uñas de los pies.
Estas palabras dejaron claro al conductor que Eulalia no diría nada que valiera la pena. Era una mujer que no escuchaba de razones. Tenía que usar alguna táctica para hacerla hablar.
—¡Ya! Por favor. ¡¿Sabe qué?! Mejor aquí la dejamos.
—Pero estamos en streaming.
—Así estemos en internet. Esto se termina. No voy a solapar las locuras de esta señora. Mejor córtale —dijo a un técnico que entendió el gesto de Jacobo—. ¿Se da cuenta que está perdiendo la oportunidad de ser perdonada por su traición a la humanidad? —dijo acercándose al rostro de Eulalia.
—No estoy loca. Y no necesito el perdón de nadie. Yo sólo estoy contando lo que viví, lo que pasó. La verdad.
—No, señora, la verdad es que usté hizo un pacto con ellos. Qué digo ellos, esas, todas las viejas locas idénticas a usté. Y no me lo niegue, de lo contrario, ¿cómo sabe del funcionamiento de su tecnología? Fue usté quien les dijo dónde aterrizar y cómo podrían infiltrarse. Es obvio que no fue su primer encuentro. Qué casualidad que tomaron su aspecto.
“Usté”, para Jacobo, era una palabra de desprecio, una palabra usada sólo con las personas que no importan. “Usté” era una burla hacia aquellos que no sabían ni hablar: vistes, supistes, comistes. “Usté señora, que ni siquiera fue a la escuela”, afirmaba Jacobo en su cabeza. Aunque sabía muy bien que Eulalia tenía una maestría en Filosofía, así como la especialidad en Arqueología e Historia.
—¿Sabe por qué tomaron mi forma? Porque fui la primera persona con la que se encontraron. Si hubiese sido un hombre o un perro, o una abeja, créame que esa habría sido su forma.
—Claro que no, ya le pedí que no me ofenda. Lo hicieron a propósito. Creyeron que así nos podrían engañar. Ustedes planeaban dispersarse por el mundo, con esa cara de mosca muerta y ese cuerpo de mujer, para luego atacar —afirmó con vehemencia el conductor. Eulalia era parte del enemigo.
—¡Eso no es verdad!
—Pues les falló. Si los hubiera visto, a los imbéciles del gobierno. Primero estaban muertos de miedo cuando supieron que una nave alienígena había aterrizado en Teotihuacán. Luego luego la Guardia Nacional, el ejército y no sé qué organismos internacionales comenzaron a alistar un plan. Pero cuando un verdadero ciudadano, uno comprometido con su país y con la humanidad, subió el video a TikTok y mostró que todos los pinches alienígenas eran puras viejas, les regresó el color prieto a la piel. De pronto, sintieron bullir el enojo del engaño. El enemigo tomaba la apariencia de una mujer porque sabía, gracias a usté, que a una mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa.
Así lo habían educado y se lo repetía cada que sentía el impulso de abofetear a la mujer que tenía enfrente.
—Pero, qué pinche Quetzalcóatl ni qué pinche serpiente emplumada que llegó a salvarnos —continuó Jacobo, tratando de mostrar la grandilocuencia de sus palabras—. Ahora ya no les iban a ver la cara de pendejos como a nuestros ancestros, había que terminar con el invasor, aunque pareciera tan frágil, pondrían fin a una invasión que tenía en jaque al planeta entero. Esta vez no serían engañados por la armadura plateada.
En ese instante, al ver en el rostro de Jacobo la convicción por sus palabras, Eulalia estalló.
—¡Ay, señor! ¡De verdad que usted es un pendejo! Con el perdón de la palabra. Atacaron porque creyeron que sería fácil. Subestimaron al enemigo. Enemigo que ustedes se inventaron, para que se entere. Y no nos engañemos, el ejército habría arremetido de todas formas, así los alienígenas hubieran tomado la forma de su propia madre.
—Claro que no. ¿No sabe lo mucho que les costó afrontar que no eran simples mujeres? Y ya ve, usté acaba de decir que ni siquiera les interesaba comunicarse con nosotros, que para ellos éramos insignificantes.
—¡En ningún momento dije que no les interesaba! Dije que se comunicaron conmigo, pero no de la forma que conocemos. De hecho, ellas, porque ahora las nombraré así, no repelieron el ataque. ¿Por qué no se habla de eso?
—Ah, ¿no? ¿Y cómo explica esto?
Pidió al técnico que proyectara el video que recientemente habían subido a la red. En él se observó una luz rojiza que creció hasta volverse enceguecedora y saturó la pantalla para luego mostrar el caos de una cámara en movimiento que se aferraba a mostrar la letalidad de la nube mortífera que siguió a la explosión.
—¿Qué dice de esto? Cuestionó a Eulalia mientras se aseguró de que la transmisión de la entrevista continuaba.
—Eso no lo hicieron ellos y usted lo sabe. Su nave estaba rodeada por un sistema de protección invisible al ojo humano. Así evitan los peligros del espacio. No era algo que pudieran prender o apagar. Era a su nave como la atmósfera a nuestro planeta.
—Ahora resulta que era la mano invisible —dijo Jacobo, cada vez más molesto por seguir escuchando las tonterías de esa mujer, que, para él, se empeñaba en ser tan morena y respondona.
—Sí, esa explosión la causaron ustedes al impactar su bomba contra el escudo. El escudo protegía su nave contra lo que pudiera golpearlas en el espacio, como ya le dije.
—¡Ya deje de mentir! Fue un ataque directo contra nosotros.
— No es así. No hicieron nada para defenderse. La bomba estalló fuera del escudo y arrasó con todo lo que estaba a su paso. ¿Usted no ha observado a los animales que tienen mecanismos de defensa?
—Claro, los tienen para defenderse de los depredadores, del enemigo. Pero eso no viene al caso.
—Sí viene al caso. Ellas estaban cubiertas por un escudo porque el espacio es impredecible, lo requerían para sobrevivir a su travesía, pero no necesariamente era un escudo para defenderse de “un enemigo”. ¿No ha pensado que quizá esa es una interpretación que sólo nosotros los humanos le hemos dado a los mecanismos de defensa de los animales? Aunque en el caso de los animales terrestres puede que sea verdad. Somos tantos en un espacio tan pequeño, si lo comparamos con el universo. Pero, ¿las formas de vida, las de allá afuera, necesariamente concebirán un “enemigo”? ¿Todo lo que “vive” se enfrenta a “un otro” o esa es una situación que sólo se da en la Tierra?
—Sigue transmitiendo, ¿verdad? Lo ve señor televidente. La señora no hace más que evadir las preguntas. Nos habla ahora de mecanismos de defensa y de cosas que no vienen al caso. ¿Necesitamos más evidencia de que ayudó a esa raza alienígena tan violenta?
—Yo no ayudé a nadie. ¡Fueron ustedes quienes lanzaron la bomba H!
—¿Bomba H? ¿Ahora es experta en bombas?
—Los medios internacionales tienen pruebas de que así fue.
—Y usté es portadora de la verdad.
—De esta, sí. Ellas no atacaron. Es más, pude ver el extrañamiento en su rostro. La estupefacción. Sus ojos me miraban inquisitivos. Cada par. Sabían que algo venía. Yo también, en mis entrañas. Mi cuerpo y mis sentidos me hicieron voltear hacia la entrada de la zona arqueológica. Allí estaban. Un grupo de gentes curiosas por el suceso. Comencé a temblar y me inundé de la pregunta, ¿por qué?, ¿por qué?, una y otra vez. Entonces entendí. Mi dónde no era la capacidad de ser madre, ni mi relación con otras especies o la tierra. “Dónde” era todo. Era yo, mi hija, mi perro, el árbol. Entendieron que yo era donde la Tierra y que la Tierra era donde yo. Para ellas, estaba a punto de dañarme a mí misma y no alcanzaban a comprender el porqué. No eran una especie que entendiera esa violencia y dudo que entendieran alguna forma de violencia o enfrentamiento.
—Ah, ¿no? Eran la madre Teresa de Calcuta multiplicada, ¿cierto? —respondió Jacobo con evidente escarnio.
—No. En las películas y en los libros de ficción se plantea que si existen formas de vida alienígena surcarán el espacio en naves preparadas para la guerra. Y si vinieran a la Tierra sería para aniquilarnos o salvarnos. Allá afuera es un bosque oscuro, dice Cixin Liu. Donde todos están al acecho del otro, quizá más débil o quizá más fuerte. Todos ocultos. Todos listos para matar. Eso haríamos los terrestres. Porque pensamos el universo desde lo limitado de nuestro mundo. ¿De verdad cree que todo en el universo se comporta igual?
—Ay, señora. De verdad que usted nomás piensa puras estupideces. Se perdieron miles de vidas humanas y otras enfrentarán estragos hasta que mueran. Sin dejar de lado los efectos en el planeta que enfrentarán las generaciones venideras. ¿Por qué no salvaron a esas personas que usté dijo que vieron? ¿Por qué permitió que el amado hijo de Frida Sofia muriera de forma tan terrible? ¿Por qué a usté no le pasó nada? Porque es una traidora.
—Era demasiado tarde, no pudieron hacer nada. ¿Por qué ustedes no evacuaron a nadie? Además, no me está escuchando. Ellas no pisaron este mundo para atacarnos. Ya le dije, ni siquiera tenían considerado venir —trató de explicar Eulalia—. Piénselas como un enjambre de abejas que, al salir en busca de un nuevo hogar, necesitan un refugio para descansar, cuando la jornada se prolonga. Ellas sólo querían descansar, como lo harían las abejas en la piel de un rinoceronte. Quizá no esperaban encontrar vida en el planeta o sí y, cuando me vieron, no me percibieron como un enemigo o, incluso, un amigo; mucho menos pensaron en defenderse o atacarme, porque esa no es su lógica…
—Es la nuestra, ¿no? —interrumpió Jacobo con un manotazo sobre el escritorio—. Ya, sáquenla de aquí, no es posible que diga tantas tonterías.
Eulalia guardó silencio. Comprendió que su voz era inaudible.
—Sabe que no va a salir bien librada de esta, ¿verdad? —señaló Jacobo con rostro triunfante.
—Claro que saldré, ¿usted piensa que no sabía para qué venía a esta entrevista? Sólo me resta decirles, señores de la guerra, que afuera no es un bosque oscuro, sino un cielo despejado, y que el cazador y la presa sólo habitan el planeta Tierra. No entendía la complejidad humana que me transmitió Eulalia. Sin embargo, hoy hubo un avance y no queremos seguir aquí. Continuaremos con nuestro camino, Eulalia y quienes así lo decidieron viene con nosotras. Terminó la oración una voz que flotaba en el set de grabación.
Heredera de sangre oaxaqueña por parte de su madre y del amor a la ciencia ficción por parte de su padre. Con sus hermanas y hermano, poco a poco, se amalgama en una familia cálida y amorosa. Es socióloga y se nombra feminista, en ambos caminos va muy en el inicio, pues ha tenido que comprender, más que la teoría, su aplicación en la vida cotidiana. Disfruta contar historias, pero, sobre todo, provocar sensaciones en quien las lee. Ha escrito mucho y publicado nada; sufre de pánico escénico. Desde hace tres años, forma parte del Gran Colisionador de Textos Especulativos y ha tomado algunos cursos de escritura creativa.